El cuerpo, la memoria y el deseo son los primeros territorios donde se instala la homofobia. Cuando esa violencia se interioriza, el clóset deja de ser un lugar y se vuelve una herida que cuesta nombrar.
Por Daniela Ramos
En el Perú, el 29% de la población opina que la homofobia es instintiva. Es decir, casi un tercio de los peruanos cree que el rechazo a la diversidad sexual forma parte de la naturaleza humana. Esta creencia no solo condiciona nuestras normas y actitudes hacia otros, sino que también impacta a nivel personal: las personas crecen interiorizando esos mensajes y aprendiendo a rechazar aspectos de su propia identidad.
¿Qué ocurre cuando esa negación no viene solo de afuera, sino desde uno mismo? Hablar de homofobia internalizada es hablar de esa herida silenciosa que mucha gente dentro del colectivo cargan sin saberlo. Es un rechazo que no nace solo, sino que se aprende. Como todo en esta vida, tiene un origen, una historia, pero no un final.
¿Se nace o se hace?
La infancia no es un terreno neutro. Desde que nacemos, aprendemos a mirar el mundo a través de lo que escuchamos, vemos y sentimos en nuestros entornos más cercanos. Sin darnos cuenta, en esta etapa formativa construimos la noción de lo que consideraremos “normal” y “aceptable”. Para el psicólogo Christian Martínez, especialista en estudios de género, este proceso se basa en ideas compartidas. “La familia es quien empieza a enseñarnos cosas. Crecemos con paradigmas, creencias sociales de que el mundo es así porque así lo he vivido y así creo que debe ser”, explica.
Con el paso del tiempo y al tener acceso a nuevos entornos o fuentes de información, algunas personas comienzan a poner en duda los esquemas con los que crecieron. Sin embargo, la capacidad crítica no siempre se pone en práctica, y en muchos casos, se termina repitiendo lo aprendido sin cuestionarlo.
Esa reiteración, muchas veces inconsciente, no ocurre de manera aislada. Carlos Tacuri, psicólogo del consultorio Empatía LGBT+, señala que se trata de un fenómeno colectivo profundamente arraigado. “Si hablamos de la sociedad peruana, todos hemos crecido en un entorno donde existen discursos homofóbicos o machistas. Es como una piscina en la que todos estamos sumergidos. Algunos solo hasta los tobillos, otros completamente. Pero todos hemos estado expuestos”, comenta.
Uno de los factores más influyentes es la educación. “En el país, la educación sexual es muy limitada o está enfocada desde un punto de vista moral, patologizante o religioso. Entonces, si un niño nace en una familia formada bajo ese sistema, es probable que reciba información basada en esos mismos enfoques”, indica Tacuri.
Este contexto, según un estudio publicado en el Journal of Counseling Psychology, influye directamente en la forma en que una persona vive y expresa su orientación sexual. Incluso alguien que se acepta plenamente como lesbiana, gay o bisexual puede decidir no expresarlo si percibe riesgos sociales o personales. Las experiencias previas de discriminación, el miedo al rechazo o la falta de referentes positivos pueden ser determinantes en esa elección.
Así, la homofobia internalizada no necesariamente surge de conflictos internos, sino que puede estar vinculada con factores externos y estructurales. Comprender su origen abre la puerta a cuestionar también cómo estas ideas se reflejan y se imponen sobre los cuerpos, convirtiéndolos en escenario de normas, expectativas y tensiones alrededor de la identidad y la masculinidad.
Estéticas de lo “correcto”
Durante años, la televisión peruana en horario estelar estuvo marcada por formatos donde el humor, el escándalo y la sensualidad moldeaban ideas sobre género y cuerpo. Entre bromas repetitivas, gestos exagerados y estéticas hipersexualizadas, se reforzaban nociones rígidas sobre qué significa ser hombre, mujer o salirse de esa norma. En nombre del humor, se condenaba al ridículo todo cuerpo o comportamiento que escapaba de las reglas implícitas de lo aceptable.
El cuerpo, entonces, se vuelve no solo un reflejo de estas normas, sino un campo de batalla: se regula, se vigila y se acomoda para encajar. Al estar todos, en mayor o menor medida, sumergidos en esta piscina ideológica, nadie se salva del todo. Dentro del propio colectivo LGBTIQ+ existen estéticas, expresiones o identidades que son más aceptadas que otras.
El psicólogo Martínez advierte que algunas veces se rechaza lo femenino incluso entre hombres gays, pues se asocia lo femenino con debilidad o inferioridad. Esta lógica reproduce una homofobia que no solo teme al deseo homosexual, sino también a todo lo que desafía la masculinidad tradicional.
“Me genera mucho temor no ser visto como este hombre hegemónico […] Ese miedo hace que aparezca esta homofobia”, explica Martínez. Como muestra el estudio de Norma Fuller, ser considerado un “verdadero hombre” en la sociedad peruana implica fuerza, heterosexualidad, éxito y control emocional. La masculinidad, lejos de ser una experiencia abierta o plural, se impone como un guión rígido que muchos temen no poder cumplir. La famosa pregunta “¿quién es el hombre y quién la mujer?” frente a una pareja del mismo sexo refleja cuán arraigada está la lógica binaria incluso entre quienes intentan romperla.
Frente a ello, Tacuri reivindica la necesidad de nuevas representaciones. “Necesitamos historias que no solo hablen del dolor, sino también de lo bonito que es enamorarse, tener comunidad, crecer como persona”, comenta. Aunque la globalización ha permitido mayor visibilidad, aún predomina una visión reducida de lo diverso, marcada por estereotipos y tramas que suelen repetir el trauma como única forma de representación.
Rebelarse contra estos mandatos corporales no siempre implica grandes actos públicos. A veces basta con dejar de disculparse por cómo uno camina, se viste o ama. En un contexto donde se sanciona lo diferente incluso desde dentro, habitar el propio cuerpo en libertad ya es un gesto profundamente político.
Cuestionar para sanar
Este rechazo aprendido no debe entenderse como culpa individual, sino como herida colectiva. La psicopedagoga, Jackie Larrieu, detalla que existe una pérdida de identidad que nace de no saber quién ser ni qué se desea, producto de años de silencios, burlas o correcciones sutiles. Por eso, sanar requiere mirar hacia adentro, pero también apoyarse en los otros. “¿Qué me enseñaron sobre ser gay, lesbiana, trans? ¿Qué ideas sigo repitiendo sin querer? ¿Qué me quiero permitir creer hoy? Estas son preguntas que te hacen reflexionar a ti mismo y aceptarte”, expresa. Talleres, espacios de terapia y comunidades de apoyo permiten poner en palabras lo que antes se callaba.
El proceso de sanación no es lineal. Implica reaprender, resignificar y, sobre todo, comprometerse con una nueva manera de habitarse. Como señala Tacuri, cuando una persona se atreve a analizar su historia y cuestionar de dónde vienen sus ideas, “simplemente es cuestión de tiempo” para transformar la narrativa propia. En ese camino, los referentes positivos y los espacios donde se celebra lo diverso son esenciales.
Este trabajo personal cobra aún más fuerza en un contexto como el peruano, donde se está evidenciando un retroceso en los valores democrático y los derechos LGBTIQ+, según lo declaró la directora del Instituto Pro Libertad para otros medios. La realidad es que el Perú sigue sin reconocer derechos básicos como el matrimonio igualitario, y ese silencio institucional se filtra en las vivencias individuales.
Ante esa ausencia, la reconstrucción se vuelve un acto de resistencia. Recuperar el derecho a nombrarse con orgullo, a establecer relaciones desde el afecto y no desde la culpa, y a vivir con autenticidad en un país que aún no garantiza sus derechos, es un gesto profundamente valiente. Sanar, en este escenario, es también una forma de exigir presencia.