Cada 13 de septiembre, el dulce por excelencia es conmemorado a nivel internacional por su tradición. En Neshuya (Ucayali), al igual que en otros sectores de la Amazonia peruana, este producto –proveniente del grano de cacao– ha cambiado por completo la vida de un grupo de mujeres dedicadas a la agricultura.
Por: Eduardo Vidal
Hace décadas, en el distrito de Neshuya, la hoja de coca se propagó ferozmente, marcando un antes y después para quienes vivían de la actividad agrícola, pues veían en el cultivo cocalero una oportunidad de sostén económico para sus familias.
El departamento de Ucayali –donde se ubica Neshuya– es el quinto mayor productor de hoja de coca en el país por hectárea sembrada, como también la región con el mayor incremento de hectáreas cultivadas en los últimos cuatro años, según la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida). Sembrarla no debería representar un problema en sí mismo; sin embargo, dicha planta es, muchas veces, usada para fines ilícitos, pues es el principal ingrediente de una actividad económica que el Estado peruano no puede erradicar hasta el momento: el narcotráfico.
El miedo alrededor de la hoja y grano del cambio
Por los problemas que representa sembrar hoja de coca, mujeres como Erolita Meléndez, presidenta de la Asociación de Mujeres Chocolateras Corazón de Nolberth Alto Uruya, consideran necesario suplirla, ya que distintos productores de la tradicional planta han mantenido una visión restringida que suponía un lastre para su comunidad. “Antes acá no había carreteras ni escuelas, ni siquiera se criaban gallinas. No había progreso, pues no sembraban más que aquel cultivo”, expone la líder.
En Neshuya, la calidad de vida de mujeres, hombres y niños se siente intranquila. Para la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), el cultivo ilegal de la hoja de coca es aprovechada por el narcotráfico en perjuicio de la población rural con alto índice de vulnerabilidad económica, promoviendo el crimen, la violencia y la contaminación.
Con el tiempo, eso cambió. A lo lejos en el monte, solían avecinarse sujetos con rifle y cartuchos centelleantes. Eran los ‘erradicadores’, policías antinarcóticos que, a veces, aterrizaban tempestuosamente en helicópteros y les recordaban que la ilegalidad era insostenible. “Las plantas eran quemadas o arrancadas de raíz. El productor quedaba en la nada porque aparte de la coca no había otra siembra más. Estaban al aire, sin ingresos”, narra Erolita, confesando que pudo ver de cerca a vecinos sufriendo penurias económicas.
No obstante, tras un acuerdo con la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida), los campesinos comenzaron a recibir intensivos para suplir la producción cocalera por la cacaotera. Sin embargo, las dudas quebrantaban las ideas de renovación. “¿Quién nos va a comprar si el cacao no es un cultivo comercial? Nosotros no consumimos chocolate en cantidad”, se cuestionaban los campesinos ¿Se podía en realidad mantener a toda tu familia con el dulce?
A pesar del pesimismo inicial, quienes apostaron por el cultivo lograron aprovechar sus beneficios. “Al inicio el kilo seco costaba entre dos soles cincuenta a tres. Pero ya era algo, un sustento para nosotros”, cuenta Erolita. Es así que el fervor por el cacao y el chocolate ha tenido un progreso exponencial en nuestra amazonía. “Entre el 2008 y el 2020, Perú tuvo la tasa de crecimiento más alta en el mundo”, detalló David Contreras, jefe de calidad de Tamshi –uno de los principales productores en el país– en una entrevista para El Peruano.
“Ya empezaba a ser sostenible, poco a poco iba paleando, amortiguando los gastos que surgían. Poco a poco las hectáreas iban ampliando más”, narra la presidenta de Asociación de Mujeres Chocolatera ante el panorama creciente que experimentaba con su inversión.
A través de la municipalidad de Neshuya, Devida comenzó progresivamente a brindar diversas capacitaciones técnicas a la comunidad. “Desde cómo preparar la tierra para sembrar el cultivo, cómo hacer las podas, de qué forma mantener la altura de la planta, el quiebre, hasta cómo cosechar sin dañar los cojines florales”, recuerda la productora. Posteriormente, la instrucción en la elaboración artesanal de los chocolates llevó a las vecinas a ambicionar. “Nosotros ya tenemos la materia prima. ¿Por qué no hacerlo? ¿Por qué no continuar con lo que venimos aprendiendo?”.
Fue así que seis mujeres empezaron esta aventura. “Estábamos recién empezando, en la preparación a veces nos salía un poco bien, a veces mal”, cuenta Erolita quien formó parte de este grupo inicial. Ellas vendían estos chocolates dentro de la comunidad, e iban modificando los porcentajes de pureza según la aceptación de los vecinos consumidores.
“¿No quisieran ustedes tener una pequeña planta de procesamiento de cacao?”, sorprendió así la directora del proyecto cuando visitó a estas mujeres para invitarlas a una pasantía en la región de San Martín que consistía en visitar otros ansiados complejos de producción. “Nos encantó. Regresamos muy motivadas y con todas las ganas de seguir produciendo más”, narra Erolita. Al poco tiempo, firmaron con AIDER, una ONG orientada en la conservación ambiental y desarrollo sostenible, para recibir una línea de equipos de cinco kilos de capacidad, y la asistencia técnica de un especialista en chocolatería.
Emprender contra el estigma
Con el transcurso de los días, la iniciativa fue creciendo en popularidad. Entonces, a través de un megáfono de la comunidad, invitaron a todos aquellos que tuvieran interés en el emprendimiento de chocolate. “Mayormente quienes se acercaron para anotarse fueron mujeres. Luego, fuimos doce las que conversamos en la asamblea para sondear qué nombre ibamos a ponerle a la asociación. Hubo varias propuestas, pero finalmente surgió la idea de quedarnos con ‘mujeres chocolateras’”, cuenta Erolita, la actual presidente del proyecto.
Ella sostiene que fue una buena idea haberse organizado entre mujeres, pues podrían depender de ellas mismas tras tiempos en los que el machismo ceñía las labores. “No dejaban que nosotras nos acercáramos a las reuniones, solo ellos. Nos decían que debíamos quedarnos en casa a cocinar, a atender a los niños, a la limpieza y el orden”. Solo emprendiendo lograron alzar sus voces y ser consideradas. “Los talleres de géneros nos han abierto los ojos. Ahora las siento más empoderadas, más decisivas. Ya toman decisiones”, añade ella respecto a las otras capacitaciones que recibieron.
“Ay, no sé qué dirá mi esposo, díganle a él. Le voy a preguntar”. Así condicionaban su participación algunas mujeres en la convocatoria. “A veces la pareja no nos recibía. Nos decían que no estaban, que habían salido, aunque sabíamos que estaban allí”, confiesa. Ahora con el emprendimiento chocolatero, Erolita ha notado en ellas más dinamismo, participación y un desparpajo que le causa demasiado orgullo. “Antes se privaban mucho”.
En la asociación, las mujeres pueden sumarse al área donde se sientan más agustas. “De repente, en el empaquetado, sellado o tableteado. Ahora todas tenemos cultivos de cacao, todas conocemos el manejo, y todas producimos”, agrega la presidenta.
Actualmente, Erolita preside una asociación de dieciocho integrantes en el que ya se están involucrando varones tras superar un ocurrente obstáculo que los retenía. “Había un poco de vergüenza por el nombre de la asociación. Los hombres se negaban por eso”, recuerda con gracia.
Por ellas mismas
Cuando el proyecto AIDER se retiró en el 2017, la asociación permaneció con todo el equipamiento y el conocimiento teórico que retuvieron. Sin embargo, en la práctica todo es distinto, y ellas tuvieron iniciativa propia para investigar más a profundidad el producto y sumarle su propia creatividad. “¿Y si le echamos esto? Hay que cambiar la fórmula, hacerlo de esta otra manera. Hay que innovar en este nuevo producto”.
La asociación ha estado aprovechando oportunidades gracias al emprendimiento y renovación. Gracias a esto, vienen participando en eventos como el ‘Salón del Cacao y Chocolate’ y la ‘Expo Amazónica’ –próxima edición, este 24 de septiembre–. Su presidente Erolita está más que contenta representando a sus compañeras, aunque al principio haya sido difícil para ella. “Cuando recién me eligieron, me dijeron que tenía que ir a firmar un convenio en Lima. Yo temía viajar y hablar con las personas porque sentía que se iban a burlar de mí”, confiesa. Sin embargo, poco a poco, comenzó a hablar más en público, adquiriendo firmeza para derrotar aquella timidez que la retenía.
“Al menos está sustentando la economía familiar, circulando lento pero va apaciguando los gastos para el colegio y la salud. Como dice una amiga, ‘no chorrea pero gotea’”, señala Erolita, pues más allá de la ganancia, lo valioso de este cambio es el clima tranquilo y apaciguado que consiguieron. “En el cultivo de cacao ahora se involucran los hijos, la mamá y el papá. Se trabaja en unión familiar con los vecinos. En las faenas terminamos apoyándonos entre todos”, concluye.