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La teja antes de que el chocolate se fijara en ella

Este dulce  se ha vuelto un clásico de la repostería peruana, con variedad de sabores y presentaciones. Sin embargo, la teja iqueña, su antecesor directo, continúa deleitando paladares, fiel a nuestros caprichos azucarados.  Así, por el Día Internacional del Chocolate, visitamos Ica para conocer,  de la mano de una de las familias que las prepara desde hace años, sobre la historia, tradición y proceso de elaboración artesanal de quien estuvo antes de la chocoteja. 

Por: María Fernanda Simborth

Resguardo con recelo entre mis cosas el tesoro que he perseguido durante las últimas horas. Es casi mediodía y el delicado ejemplar que llevo en mis manos debe resistir, bajo mi cuidado, al sol iqueño que me acompañará hasta mi regreso a Lima. Sería una indolencia de mi parte categorizarla como una simple chocoteja. Peor aún, resultaría un terrible sacrilegio aplastar a sus antecesoras, las tejas, que van en un compartimiento especial dentro de mi mochila abarrotada de mundanos objetos al costado de estos dulces que son mis protagonistas este fin de semana. 

–  La tía Elena vivía al costado mío, y olía buenazo cada vez que preparaba sus toffees o chocotejas.

No lo dudo. Parece que Chinita Paredes, quien me hospedó estos días, puede aún sentir los aromas que su memoria guarda. Vamos en el auto hacia el terminal de buses, luego de que me llevara a la chocolatería original de su tía de cariño, y yo comprara unas cuantas chocotejas.  

Los Chocolates Helena salieron de Ica para el mundo, y van enamorando paladares y corazones en Miami, Venezuela y Colombia. Era 1975 y uno de sus productos estrellas nació: la genialidad de su fundadora le dio vida a la teja bañada en chocolate. Mejor dicho, a la chocoteja. Esta obra y gracia de María Elena Soler de Panizo se ha vuelto un infaltable dulce peruano que, para muchos, es la medicina ideal que mejora el ánimo de quien lo consume. Por aquel entonces, la tía Elena, a quien recuerda Susana como la culpable de aromas y sabores hipnotizantes, era madre de siete hijos, con un hambre de explotar su potencial en la repostería y sin idea alguna de que su historia se convertiría en una de éxito. 

Sin embargo, curiosamente, no estoy aquí por las chocotejas en sí.

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Para muchos las chocotejas han existido desde siempre, y son parte de sus recuerdos más remotos. Esa presencia constante desde el inicio de sus vidas hace que, al revelar que tiene menos de 50 años en este mundo, queden anonadados. 

Así, esa inquietante verdad fue suficiente para embarcarme 4 horas en bus hasta Ica, tierra de calles desordenadas, rincones detenidos en el tiempo y cuya esencia y personalidad se remiten solo a sus arenosas dunas y al oasis que se esconde entre ellas. Llego a esta ciudad en busca de ese pasado forastero que se mantiene oculto para varios que conforman las últimas generaciones de peruanos. Antes de la chocoteja y su masiva expansión en versiones con coco, manjar de maracuyá, mermelada de aguaymanto entre otros frutos, antes de Elena y su famosa innovación, ya reinaba la típica teja bañada en fondant, cuyo nombre hace referencia a su forma que se asemeja, hasta hoy, a las tejas musleras utilizadas en los techos de la serranía, luego de que les cae nieve.

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Después de llamadas y coordinaciones vía WhatsApp, conozco a Fernando Ríos, tercera generación con sangre sabor a teja. 

Una casa amarilla me recibe en la Av. Palazuelos F1 del cercado de Ica. Detrás de su reja negra me recibe Fernando, cuya amabilidad y buenos ánimos desde que lo contacté me hace querer llamarlo simplemente Fer. Su polo, también amarillo, junto con una frase en su lado del corazón, me hace recordar que me encuentro en La Casa de las Tejas. Este local no tiene más de 4 años, pero lleva envuelto la esencia de los dulces tradicionales que preparaba la abuela de Fer y una de las pioneras en las tejas que hoy conocemos: doña Rosalía García de Ríos. 

En el patio de lo que parece ser una casa convertida en taller, veo la exhibición de peroles que, junto a la inexistente leña que antes sí los acompañaba para crear los deliciosos manjares, yacen como héroes a la entrada. Me imagino esa preparación.

–    Mi abuela se encargaba sola de todo el proceso. Ya con los años, comenzó a enseñárselo a los hijos. – Me saca Fernando de mis pensamientos, y me señala una de las ollas con una gran cuchara de madera dentro. –  Aquí batía y batía la leche para hacer el manjar. 

–     Y hoy, ¿cuántos trabajan en la elaboración de las tejas?

–      Somos 17 personas en la producción diaria, y 12 son familia. Salen alrededor de 1200 a 1 300 tejas Rosalía al día, en días normales. Imagínate cuánto aumenta el número durante fechas como Semana Santa o Fiestas Patrias.

Puedo sentir su satisfacción tras esas palabras. Y es que el negocio, prácticamente en manos familiares, ha sido fruto de quienes ahora me reciben para mostrarme un pedazo de su mundo. Dentro de la casa es inevitable no fijarse en los antiguos artefactos y muebles que le dan un aura rústico al lugar, con ese aire cercano, hogareño. Entre ellas, la cocina pequeña verde y la primera caja registradora que utilizaron son, más bien, un tributo hacia su abuela. Todo en la casa taller se vuelve ahora ante mis ojos un noble museo para conmemorarla. 

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Corría el año 1932. La señora Rosalía, influenciada ya desde inicios de siglo por su tía y abuela, quienes elaboraban estos dulces de forma tradicional, decidió emprender su negocio de venta de tejas en las principales calles, plazas y mercados de esa Ica de antaño. El relato cuenta que fue en la boda de una distinguida familia en la que la artífice de estas tejas conquistó paladares por primera vez con su sabor de pecana. Desde entonces, esta es una de las engreídas del público. 

Retrocedo en el tiempo y me encuentro a una mujer carismática, afable y cariñosa con quienes van a sus locales. Entre los innumerables personajes que pusieron pie en ellos, están el cantante mexicano Antonio Aguilar y su esposa Flor Silvestre, quienes la visitaron en su casa ubicada, por aquel entonces, en la calle Arequipa. Pero quizás la anécdota que más llamó mi atención fue aquella en la que interviene el papa Juan Pablo II. 

El amigo íntimo de Rosalía, Don Fernando León de Vivero, en esos años presidente de la cámara de diputados, fue a visitar al Sumo Pontífice en el mismo Vaticano, y llevó de obsequio sus fascinantes tejas. Como agradecimiento, ella recibió un rosario bendecido por el mismo papa, el que atesoró y actualmente la acompaña en su descanso eterno desde 2008.

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El taller para elaborar tu propia teja artesanal se solía hacer una vez al año, durante las fiestas por la vendimia, y solo recibía a quien era coronada como reina, o a las hijas de los embajadores que visitaban la región. No obstante, fue el padre de Fernando quien pensó en esta experiencia para todos aquellos que deseen llevarse historia, cultura y, cómo no, su sabrosa teja hecha con su propio sudor y lágrimas.

Hace ocho meses que lo reabrieron luego de la pandemia, así como sus tiendas en la calle Ayacucho 309 y en la Av. San Martín 1265. Ahora me toca a mí experimentar a carne propia el proceso aún intacto de creación de tan divino dulce. Solo espero no arruinarlo. 

En el amplio salón, con mesas que forman una semi luna alrededor de quien dirigirá nuestra obra maestra del día, me ubico frente al plato con el manjar y la pecana, los inmaculados envoltorios y los utensilios de repostería. 

–       ¡Hola! Soy Victoria y te guiaré en la elaboración de la teja tradicional de pecana.

Hola Victoria. Me entusiasma su vestimenta de repostera, con la chaqueta blanca de botones que llevan las insignias bordadas de Tejas Rosalía y La Casa de las Tejas, y su gorro en la cabeza. Yo procedo a colocarme un mandil y gorro que me ofrecen.

Y la orquesta inicia. Me siento como un dios que moldea a los próximos habitantes en la Tierra. Tomo el manjar con mis manos y lo comienzo a amasar suavemente, dándole una forma alargada. 

–       Intenta darle una forma de un dedo gordito y estirado. – Me orienta Victoria.

Una vez que lo tengo listo, coloco en el medio la pecana y voy haciendo presión para que no se escape. Creo que mi maestra notó mi preocupación por no malograr la teja. 

–       No tiene que quedar perfecta, la idea es que no se desarme. 

Sus palabras me alivian. Pero continúo hasta ya tenerlo más o menos listo. En medio de mi concentración voy escuchando cómo me cuenta que todas las tejas Rosalía son hechas a mano, sin molde. 

Una pequeña cocinita que tiene al costado calienta el fondant en una olla, hasta que este se pone en una consistencia entre líquida y chiclosa. Ha llegado el momento de cubrir nuestra teja. 

Cojo un tenedor, la coloco dentro del recipiente y le doy una vuelta hasta que quede completamente blanca. Ya de regreso en el plato, son solo unos minutos de espera para que nuestro pequeño retoño ya esté seco.

Mientras tanto, me entero que, en un comienzo, enamoraban con la combinación exquisita entre lo ácido, dulce y toques sutiles de amargo, con sus sabores de toronja, naranja agria, limón e higos rellenos, los que se deshacían con facilidad en la boca por su textura suave y placentera.

Hoy se unen a estas opciones de tejas que nos hacen salivar los trozos de coco rallado, las pecanas, el almíbar característico del durazno y el tan aclamado café, siendo este último parte de la preparación especial de una teja que mezcla la esencia de este aromático fruto con el relleno de pecanas. Además, en su amplia carta se encuentran los dulces que, para empezar, me trajeron aquí: las chocotejas de guindón, pasas borrachas, entre otras.

Listo. Seca mi teja, paso a limpiar sus excesos con un cuchillo y a ponerle su honorable vestidura. Primero, con el papel aluminio lo enrollo delicadamente. Victoria me alerta de apretar bien hacia abajo los lados que quedan abiertos, para que la teja no se seque. 

–  Como no usamos preservantes, su tiempo de vida es de un mes. – Me aclara. 

Es natural que un producto hecho de la manera menos industrializada posible tuviera una fecha de muerte. Es más, irónicamente, le da un valor agregado, y hace que aprecie mi creación aún más. 

Lo siguiente, parece una ecuación: el papel blanco en horizontal se coloca encima del nombre; el lado más corto se dobla al centro; el izquierdo pasa por encima de la teja. El que sobra se dobla como triángulo. Y se enrolla. Se le da dos vueltas para hacer su moñito. Si se para en la mesa, es que quedó todo ok. 

–       Ya sabemos a quién no vamos a contratar. – Ríe Victoria cuando al verme sonreír porque mi teja no llegó a pararse del todo en la mesa.

De La Casa de las Tejas salgo con una cajita con diversos sabores del dulce en cuestión. Esta junto a las que decido llevarme para mi familia, así como mi ejemplar elaborado minutos antes. De La Casa de las Tejas me voy con la sensación de que fui parte ínfima del legado que la familia de Rosalía viene forjando desde hace más de 87 años. Aquel que pudo servir de inspiración para Elena y sus chocotejas revolucionarias. Por 3.50 soles el paquete, 21 la media docena o 40 soles la docena, puedo regalar tradición, dedicación y, por supuesto, un inigualable sabor a casa.

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Bajo del auto, me identifico para subir al bus y, una vez dentro, ya en mi asiento junto a la ventana por la que cae el sol, me acomodo y procedo a sacar de mi mochila las tejas. Ahora  resulta todo un ritual meticuloso y divino desenvolver aquellas dos generaciones de dulces hechos gloria para mi paladar. Como es de esperarse, concluyo este recorrido en las tierras áridas de Ica con el disfrute, durante mis cuatro horas de regreso a Lima, de sus sabrosos tesoros.

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