Cuando las paredes cuentan historias sin permiso

Cuando las paredes cuentan historias sin permiso
Fuente: Andina

En las calles de Lima, los muros hablan. Algunos los ven como lienzos de expresión artística; otros, como víctimas del vandalismo. El debate sobre si el grafiti es arte o simplemente una forma de deterioro urbano sigue vigente y polariza opiniones.

Por Marcelo Bonifacio

Según un grupo de cuatro investigadores peruanos, en Lima hay más de 25 mil jóvenes, entre hombres y mujeres, que dedican su tiempo a pintar grafiti en distintas modalidades y técnicas. En una ciudad donde cada esquina y pasaje parece vestido de colores y firmas, ese gran número de grafiteros ha convertido al arte urbano en un fenómeno imposible de ignorar. Es así que se abre un debate que alcanza más allá del simple gesto de pintar.

Para quienes han vivido la experiencia del spray en mano, como Vitto, “hay garabatos que tienen un propósito y son arte, pero también hay garabatos que, sin significado, solamente son garabatos”. Esa afirmación del artista callejero no solo rescata la dimensión técnica de la práctica, sino que resalta un dilema central: ¿dónde termina la libertad creativa y comienza el vandalismo?

Blaxo, otro veterano artista limeño, recuerda que la necesidad de dejar una huella en la piedra y el cemento es tan antigua como la humanidad. “Incluso el hombre primitivo ya pintaba, dejando una marca en las paredes, es algo que ha estado en nosotros de alguna u otra forma”, menciona. Bajo esa perspectiva antropológica, el grafiti se presenta como un acto de comunicación y diálogo con el entorno que trasciende la cultura urbana contemporánea.

Sin embargo, no todos los que pintan en las calles lo hacen por razones artísticas o culturales. “Hay gente que pinta sin saber por qué, simplemente lo hace por impulso, por placer o por rabia”, apunta Blaxo. Además, recuerda que algunos usan el grafiti con otro significado, pues “para ellos no es arte; es una forma de marcar territorio”.

Cuando el muro exige permiso

El conflicto entre creación y control encuentra pronto su contrapunto en la esfera legal. Para la abogada penalista Joanna Sanjinez, “aunque esta práctica puede tener cierto valor artístico, si se realiza sin el consentimiento del propietario del inmueble, constituye un delito de daño a la propiedad”. Asimismo, ella recalca que el Código Penal peruano sanciona esas intervenciones no autorizadas con penas que varían entre la privación de libertad y la prestación de servicios comunitarios, de acuerdo con la magnitud del daño. “El espacio público no es una zona libre de regulación, por lo que cualquiera que pinta, incluso si el propósito es cultural, requiere permiso municipal o del dueño del muro”, destaca.

La legislación peruana no distingue con claridad entre un grafiti concebido como obra artística y otro nacido del afán de manchar o marcar territorio. Ese vacío normativo, reconoce la abogada penalista, genera arbitrariedad y dificultades para medir intenciones y valorar el contenido estético de cada intervención. Por su lado, la doctora Nanda Leonardini, historiadora del arte en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, aporta un matiz cultural. “Se trata de una manifestación que no espera la aprobación de la academia; simplemente existe y plantea su presencia en el espacio público”, detalla.

Leonardini compara el rechazo que enfrenta el arte urbano con el que, en su momento, vivieron movimientos de vanguardia como el cubismo. “Normalmente, lo que se pinta es un tag, una firma. No hay un discurso político o social claro. Lo que estás diciendo es: aquí estoy yo”, apunta. Desde esta perspectiva, la ausencia de un mensaje explícito no resta valor; al intervenir un muro sin pedir permiso, el grafitero ya cuestiona el orden establecido y reclama su espacio en la ciudad.

Esto va más allá al subrayar la naturaleza efímera de muchas piezas callejeras, pues, según la historiadora, “el grafiti nació para morir. Es como el afiche político: nace para desaparecer, pero en su brevedad dice mucho sobre el momento en el que fue creado”. Esa fugacidad, lejos de disminuir el valor de dicho arte, hace que cada obra sea un pulso del presente urbano, un testimonio que difícilmente perdura.

Frente a esa temporalidad, Vitto defiende una ética que, en su opinión, separa al artista del vándalo. Para él, la decisión de dónde intervenir un muro es un gesto de respeto: “crear sin destruir” es su lema, y se traduce en elegir superficies abandonadas o muros disponibles antes que paredes de colegios u hogares particulares. “Es muy diferente grafitear una pared blanca que nadie usa, a pintar en la pared de un colegio”, recalca.

Blaxo, por su parte, insiste en la relevancia de la intención aclarando que el arte es un medio, no un fin. “Si pinto un fénix para mi abuelo, lo hago con un mensaje: el renacer, la esperanza. No se trata solo de pintar por pintar”, comenta. Además, destaca la importancia de los aspectos técnicos. Estos permiten reconocer la identidad de cada grafitero y diferenciarlo de quienes solo improvisan sin un propósito concreto.

Lienzos de diálogo

Hace más de diez años, la Municipalidad de Miraflores llevó a cabo una iniciativa pionera al habilitar los muros exteriores del Estadio Municipal “Niño Héroe Manuel Bonilla” para que más de treinta grafiteros locales plasmaran su arte. Aquella iniciativa demostró que, con reglas claras y diálogo entre autoridades y artistas, el espacio público puede albergar el arte urbano sin renunciar al orden. Los murales no solo embellecieron el entorno, sino que generaron un canal de comunicación entre la ciudad y sus habitantes.

Según Leonardini, este ejemplo ilustra la absorción del fenómeno por parte de las esferas oficiales. “Cuando algo surge de los estratos bajos y los que están más arriba, advierten su valor, lo absorben”, apunta. De rebeldía y clandestinidad, el grafiti pasó a ser una propuesta reconocida e incluso respaldada institucionalmente, aunque siempre bajo la condición de respetar las normas de convivencia.

Sanjinez, también especialista en derecho urbano y cultura ciudadana, retoma esa experiencia para sostener que “la solución no es perseguir al grafitero como delincuente, sino integrar su talento al desarrollo cultural de la ciudad”. Sin embargo, eso implica reglas claras y respeto mutuo. En otras palabras, legalizar cierto tipo de intervención artística no equivale a renunciar a la protección del espacio público, sino a encauzar la creatividad dentro de parámetros que beneficien a todos.

La respuesta, quizá, esté en la creación de espacios habilitados para el arte urbano, en la promoción de concursos y festivales, y en la participación activa de los artistas en el diseño del entorno urbano. “La solución no es perseguir al grafitero como delincuente, sino integrar su talento al desarrollo cultural de la ciudad. Pero eso implica reglas claras y respeto mutuo”, menciona Sanjinez.

Pinceladas de armonía urbana

En cada muro intervenido, late la urgencia de ser vistos y escuchados. Existe la voluntad de dejar huella en un entorno que, a veces, ordena sin comprender la voz de quienes pintan. Por ello, el grafiti se vuelve espejo de las contradicciones urbanas. Es un reflejo de identidades que reclaman espacio mientras confrontan normas que aún no distinguen la intención artística del mero acto de vandalismo. 

Ante ese pulso entre creatividad y represión, “habilitar muros públicos, organizar festivales o concursos y establecer convenios entre municipios y colectivos de grafiteros permitiría canalizar la creatividad sin criminalizarla”, sostuvo Sanjinez. Para ella, el diálogo entre autoridades y artistas puede transformar tensiones en acuerdos. Además, señala que no se trata de abrir la ciudad al descontrol, sino de establecer protocolos claros que regulen esta expresión artística.

En Lima, el distrito de Barranco ha dado un paso significativo en esta dirección. Según El Peruano, en diciembre de 2024, se aprobó la Ordenanza N.º 653-2024-MDB, la cual regula la realización de grafitis y murales en espacios públicos y privados del distrito. Esta normativa establece un procedimiento de autorización municipal y prohíbe las intervenciones sin permiso, sancionando estas últimas con multas de hasta el 50% de una Unidad Impositiva Tributaria.

Tal propuesta sugiere que la salida se encuentra en tender puentes para habilitar muros que sean lienzos más que barreras, ciudades donde el color y la forma hallen lugar sin desdibujar el tejido de convivencia que sostiene el vivir colectivo.

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