Dos historias, atemporales entre sí, se entrelazan, con un elemento en común: la pasión por el arte del coleccionismo. Son expuestas la ruta de dos hombres visionarios, que pasaron de tener sus objetos más preciados en venta tirados en una esquina a organizar una feria con una cantidad inimaginable de puestos, así como la visión de dos metódicos amantes de los carritos en miniatura.
Por: Juan Diego Fernández
¡Zas!, voló el brazo de una muñeca por los aires, aterrizando en el suelo, disuelto en trocitos de algodón. Muchísimo algodón, tanto que hasta las palomas podrían confundirlo con migajas de pan. Hernán y Marco se miraron. Tenían miedo. En todos sus años vendiendo juguetes, nunca vieron algo así. La esquina del hotel Sheraton pasaba a ser una arena romana, donde municipales y coleccionistas se batían como incansables gladiadores. El objetivo de los uniformados: desmantelar las posesiones de los vendedores, quienes habían transformado parte de la vía pública en una especie de mercadillo de antigüedades. Y es que, si de muñecos se trataba, contar las opciones a encontrar en esa esquina era igual o más difícil que contar las estrellas de la noche.
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Quizás, algo aún más complejo de contabilizar es la cantidad de stands que tiene la feria del juguete. Esta se lleva a cabo cada sábado en la Casa del Pueblo, un antiguo espacio político del partido aprista, ubicado en el igual de antiquísimo y colonial distrito de Breña. Allí, en uno de los tantos puestos, está sentado Antonio, quien vende carritos en miniatura. A simple vista, se ven normales, pero basta con acercar un tanto la mirada para percatarse de que están tan limpios como un cristal nuevo. “Coleccionista no es aquel que tiene más juguetes, sino el que se atreve a comenzar a juntar cosas, y sobre todo a cuidarlas”. Es por ello que, el proceso de limpieza de los carritos tiene el mismo orden y caución que el de una cirugía general, salvando las distancias en cuanto a vitalidad se refiere.
Antonio usa bicarbonato de sodio, un compuesto sólido cristalino. Vierte una pequeña cantidad en un recipiente, y, cual chef mezclando harina y huevo para hacer un postre, forma una suerte de pasta que tiene como único ingrediente añadido un chorro de agua. Con una pequeña brocha, baña el contenido sobre las cuatro rueditas, haciendo que cada una de ellas se vea como el resplandeciente sol. Luego, deja reposar su herramienta unos minutos, que ocupan un rango de entre cinco a diez, y vuelve a sumergirla en su mezcla, esta vez para deslizarse sobre las puertas y el techo del automóvil. La misma rutina, bella y a la vez cansina, la realiza con cada uno de los vehículos que tiene sobre su mesa. Este proceso no está patentado por él, es más, se lo enseñó su amigo Cristian, que se encuentra sentado a su lado.
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Al costado de las muñecas ilesas se hallaba un grupo de figuras de acción de la WWE. Triple H, John Cena y el siempre aterrador The Undertaker lo estelarizaban. No solo eso, sino también muñecos de personajes animados de los 80’ y 90’, desde Los Picapiedra y Los Pitufos, hasta Goku y Majin Buu representando a Dragon Ball Z. El repertorio era infinito, sujeto a ser enumerado por alguien con una imaginación sin límites. Algunos juguetes yacían en el piso, otros estaban abroquelados en desgastadas mesas de plástico. Lo cierto es que todos eran defendidos por sus respectivos dueños de las garras de los municipales, quienes no cedían con sus reclamos, los cuales, a decir verdad, no carecían de lógica. Aun así, a la mayoría de los comerciantes no les importaba obstruir un espacio de tránsito, es más, sumar sus juguetes al cúmulo de peatones esbozaba una sonrisa en sus rostros.
La paz reinaba hasta que llegaban los guardias urbanos. Si bien unos pocos se dedicaban a conversar y a pedirles una retirada pacífica, la gran mayoría no hacía más que arrebatarles su mercadería de forma agresiva. Evidentemente, órdenes de arriba. El caos hizo que muchos de los coleccionistas huyan como aves despavoridas, mientras que para los que se quedaban aguantando al pie del cañón, vender se había convertido en una especie de actividad epopéyica. Ya casi ningún cliente quería regresar. La esquina había pasado de ser un paraíso a una tierra de fuego en cuestión de meses. Hernán y Marco se percataron de la insostenibilidad de la situación. Sabían que, si querían seguir con sus ventas, la única salida era formalizar el negocio.
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Cristian lleva más de 20 años recolectando juguetes. Nunca olvidará el primer carrito que tuvo, un Real Riders valorizado en 7 soles y algunos centavos. Tampoco su posesión más cotizada, la edición limitada del DeLorean de Volver al Futuro, diseñada por el artista Todd McFarlane. Por supuesto, no piensa vender ninguno de los dos. “Coleccionar no es para cualquiera, es un círculo vicioso que no tiene fin”. Vicioso y bello, podría decirse. Antonio y Cristian tienen una tienda llamada Star Toys, con sede en Miraflores, en la que exponen sus pertenencias más valoradas y comercializan figuras de todos los estilos. Trabajan ahí de lunes a viernes, y usan la feria como un descargo emocional, que a su vez les causa entretenimiento. Siempre intentan llegar con nueva y mejor mercancía, por lo que compran tandas de Hot Wheels y las expenden a sus clientes, sin subir tanto el precio. No solo eso, sino que disfrutan charlando con los visitantes e intercambiando opiniones con los coleccionadores de otros stands, en una especie de debate en el que no hay lugar para los contraargumentos.
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Hernán y Marco no buscaban darle la contra a los temibles hombres del municipio, por lo que contactaron a Richard, uno de sus clientes de toda la vida. Él es un colector empedernido de carritos, los junta desde hace 25 años. A pesar de la pasión que le generaba su profesión de publicista, para él nada equiparaba la sensación de tener un vehículo nuevo en sus estantes. Es por ello que, cada sábado, desocupaba un tiempo en su agenda e iba a visitar esa peculiar esquina del hotel, de la que nunca salía con las manos vacías. Una suerte de ritual que, desgraciadamente, se empezaba a ver interrumpido por la actitud fiscalizadora de los municipales. Lejos de alejarse del barullo e irse a buscar otro lugar para engrandecer su reino de pequeños automóviles, Richard se mantuvo cerca de algunos de los coleccionistas, a los que consideraba amigos. Por supuesto, en ese grupo estaba Hernán, quien le pidió que aplique sus conocimientos sobre diseño gráfico y logotipos para hacer un volante publicitario. La paga mutaría de arrugados billetes a una tanda de carros en miniatura.
Así, el plan continuaba su marcha. Marco contactó a un viejo amigo del instituto, que resultaba ser especialista en el área corporativa, y que no tenía inconvenientes en ayudarlos de buena fe. Por su parte, Hernán se encargó del trabajo de campo. Conversó con sus compañeros de profesión, uno por uno, intentándoles convencer de que su táctica era la mejor para que el barco de los juguetes se mantuviese a flote. El plan consistía en organizar una charla, donde se explicaría la necesidad de encontrar una sede fija en la cual realizar las ventas. Los volantes hechos por Richard fueron repartidos por Hernán entre los vendedores, como pan caliente durante las mañanas. Todo iba quedando listo.
Desafortunadamente, los resultados de la charla fueron decepcionantes. Muchos de los coleccionistas desistieron de asistir, renuentes a abandonar su adorada esquina y dispuestos a seguir en esa trifulca infinita contra los municipales. En cuanto a los pocos que acudieron, sí que mostraron disposición con el proyecto, haciendo honor al dicho popular que dicta “a veces menos es más”. Comenzaron a retirarse de las afueras del Hotel Sheraton, sacando sus pertenencias de forma ordenada y despidiéndose afectivamente de aquellos guerreros y guerreras que decidieron seguir en batalla. Tras un largo proceso repleto de trabajo y organización, acompañado de un gran sacrificio monetario, Hernán, Marco, Richard y el resto de los valientes que se sumaron a la causa alquilaron un pequeño almacén en el popular bazar Polvos Azules. Corrieron las buenas nuevas a sus viejos clientes. La expectativa era muy grande. Podía sentirse la esencia de aquella vieja esquina trasladarse al nuevo desván. Los juguetes estaban listos, ya no desordenados en el piso, sino colocados en fila en una mesa, bastante más cómodos. ¡Zas!, sonaron las puertas, abiertas por Hernán y Marco. Una nueva aventura los esperaba.