Una cultura sobre una tabla y cuatro ruedas

El 21 de junio se celebra el Día del Skate en el Perú y el mundo. Con un evento que congregó a cientos de personas y un recorrido de 12 kilómetros, los skaters conmemoraron esta fecha sobre la tabla, que más que un objeto, es parte de quienes la montan.

Por Alejandro Piña y Matias Illescas

Lima se despertó invadida por nubes que no paraban de lloviznar, el tipo de clima que aleja a todo limeño de sus calles y silencia las plazas. Sin embargo, el 21 de junio no era un día cualquiera. Una masa, compuesta por skaters y fanáticos se contraponía a las construcciones coloniales y al orden conservador de la Plaza San Martín. Algunos llegaron con tablas viejas, otros con zapatillas desgastadas y rodilleras improvisadas, pero todos con la misma convicción: celebrar el Día Mundial del Skate sin importar el clima. Entre la música que sonaba desde parlantes portátiles, los saludos entre crews y los primeros trucos sobre el cemento húmedo, empezaba a dibujarse una jornada distinta, cargada de energía, compañerismo y rebeldía.

Ni la figura de José de San Martín encarnaba tanto la libertad y rebeldía como el grupo de skaters que partió rumbo al mar, con tablas bajo el brazo, sudaderas mojadas y una convicción que no entiende de obstáculos. El recorrido —12 kilómetros hasta la playa Redondo de Miraflores— fue más que una travesía: fue un mural del skate peruano en su forma más auténtica. Uno que no necesita reflectores para crecer, ni escenarios montados para manifestarse. Porque el skate en el Perú se forjó así, entre baches, en parques olvidados, en escaleras prohibidas, en las manos de chicos que aprendieron solos y crearon familia sobre cuatro ruedas. Para entender cómo llegó hasta aquí, primero hay que mirar hacia atrás.

Una expresión de libertad

Desde señores canosos con patas de gallo hasta niños que no pasaban de la talla 12, la Plaza San Martín reunió a todo tipo de personas. La mayoría había crecido con la cultura skater ya instalada en la sociedad peruana. No obstante, entre los presentes quizá había alguno que la vio nacer allá por los años setenta, cuando llegó arrastrada por la ola cultural estadounidense que trajo jeans gastados, música frenética y rebeldía urbana. A diferencia de otros deportes, el skate no necesitaba cancha, uniforme ni árbitros. Bastaba con una tabla, un suelo y las ganas de moverse. Por eso fue incómodo. Su esencia callejera lo volvió marginal y durante años habitó los márgenes: plazas, parques, estacionamientos, cualquier rincón donde pudiera rodar sin permiso.

A partir de los años 2000, la escena comenzó a ampliarse. Esta dejó de ser un acto solitario para integrarse a una cultura urbana más grande. Skaters, grafiteros, freestylers y breakers compartían espacio y filosofía: hacer de la calle una cancha abierta y del cuerpo una herramienta de expresión. “Más que el skate, para mí es una manera. Es mi escape”, cuenta Sebastián Plaza, más conocido como ‘Ninja’, skater y surfista que, en 2024, se consagró campeón del Red Bull Wallride Perú. “A veces uno está estresado, sale con sus amigos, se va montando skate”, agrega, dejando claro que lo suyo no es solo competencia: es un estilo de vida.

Y estar ahí fue lo que muchos hicieron. A las 10 y 20 de la mañana, un bus llegó a la Plaza San Martín y, de pronto, comenzó a bajar gente por las ventanas, patinetas en mano. Las explosiones de fuegos artificiales y las bengalas dieron paso a una caravana ruidosa, colorida, viva. Una marea de skaters tomó la calle rumbo a Miraflores, al mar. Sin autorizaciones ni cortes de vía oficiales, pero con la complicidad de una ciudad que —por una vez— se abrió al desliz.

Así, el skate en el Perú siguió erigiéndose sobre asfalto, caídas, risas y comunidad. Sin academias ni focos, pero con una fuerza imparable. Y mientras patinadores nacionales escriben páginas nuevas —sobre tablas, en competencias y skateparks—, esa cultura viva continúa rodando, reinventándose y encontrando su lugar entre la gente y la ciudad, que no facilitan esto. 

Etiqueta callejera

El skate, aunque hoy goce de mayor visibilidad, sigue cargando con estigmas. Su cercanía con la calle, con lo urbano, con lo alternativo, ha hecho que durante años se lo mire con recelo. Vagancia, rebeldía, desorden: etiquetas que pesan más que los propios trucos.

Pero basta detenerse a observar un rato cualquier encuentro como el del Día del Skate para darse cuenta de que hay algo más. Existe comunidad, respeto, códigos. Encontramos chicos que se caen y se levantan, que se ayudan a armar obstáculos, que alzan banderas rojas con letras de graffiti solo para decir: “Aquí estamos”.

Angelo Caro, skater nacional y representante del Perú en los Juegos Olímpicos, como ídolo silencioso, patinaba ese sábado con el rostro cubierto y un gorro de Red Bull —como si no quisiera ser reconocido. “Creo que también eso da mucho que hablar de las personas, el poder expandir, abrir un poco más su mente y aceptar un, como lo quieran llamar, un deporte, un hobby o como sea, pero para mí es mi pasión”, recalca.

A veces, la sociedad solo ve el ruido, la ropa ancha, el cuerpo tatuado o los graffitis de fondo, pero no ve la disciplina, el esfuerzo, la constancia. No ve que esa tabla, más que rebeldía, puede ser una forma de resistencia, una vía de escape o un salvavidas.

El skate peruano ante los ojos del mundo

No todos los skaters sueñan con una medalla pero algunos la persiguen con convicción. Caro es uno de ellos. Nacido en Chiclayo, pasó de las veredas a los Juegos Olímpicos, donde alcanzó un histórico quinto puesto en Tokio 2020. No logró clasificar a París 2024 que se le escapó por un nivel impropio de él en los torneos, pero eso no lo detiene.

“La medalla que se está haciendo esperar, pero lo voy a conseguir. Estuve cerca en Tokio, en París se puso complicado por un punto, pero esas son adversidades de la vida que uno las toma de la mejor manera y aprende de ellos para poder lograr su objetivo”, relata. Según su punto de vista, prepararse para competir es muy diferente a cuando se practica por recreación, se vuelve una manifestación de su libertad hasta cierto punto.

Y aunque el Día del Skate no fue una competencia, hubo algo de hazaña. Cientos de skaters recorrieron la ciudad desde el Centro de Lima hasta la playa Redondo, desafiando el tráfico, los charcos y una geografía que, rara vez, es amable. Al llegar a la playa, la escena se convirtió en una postal urbana: una fila de jóvenes sentados en las piedras, observando el mar con sus tablas en las manos. De fondo, un grupo musical y más trucos en rampas instaladas frente al océano.

No hubo medallas, pero sí ovaciones. No hubo podios, pero sí respeto. Lo más importante: hubo calle, hubo tablas, hubo pertenencia. El skate peruano no necesita permiso para existir. Y no pide espacio: lo toma.

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