La huella que no eligieron

Aunque muchos padres comparten contenido de sus hijos con buenas intenciones, esta exposición puede tener consecuencias emocionales y de seguridad. En un mundo donde todo queda en línea, es urgente repensar los límites entre lo privado y lo público.

Por Ana Paula Arellano

En la era actual, estamos acostumbrados a compartir cada aspecto de nuestra vida en redes sociales: salidas, celebraciones, eventos familiares, logros personales. Cada publicación contribuye a construir nuestra huella digital. En el caso de los niños, esta comienza incluso antes de que nazcan. La imagen de una ecografía o el cuarto decorado con la cunita donde dormirán sus primeros años forman parte del rastro que dejan en internet. Estos datos se almacenan durante mucho tiempo y es imposible deshacerse de ellos.

Un simple video bailando una canción popular a los 5 años podría ser usado en su contra. Lo que muchas veces comienza como una publicación inocente o una expresión de orgullo parental puede tener consecuencias profundas en la vida de los hijos: falta de autoconfianza, baja autoestima, ciberacoso y el dolor de sentirse expuestos o ridiculizados públicamente. En un contexto de hiperconexión e inmediatez, resulta fundamental hacerse algunas preguntas: ¿se toma en cuenta cómo se sienten los niños al verse exhibidos en redes? ¿Hasta qué punto la exposición de su privacidad representa un riesgo real?

Huellas emocionales

Facebook, TikTok e Instagram permiten a cualquiera compartir contenido y, al mismo tiempo, funcionan como álbumes digitales donde se almacenan recuerdos familiares. Desde el primer paseo hasta un video bailando su canción favorita, todo queda registrado en los perfiles de los padres, muchas veces accesibles al público.

Entre los seis y ocho años, los niños comienzan a desarrollar conciencia de sí mismos y a volverse más sensibles al juicio social. Esta etapa, marcada por el inicio de la lectura y la escritura, coincide con un mayor interés por su imagen, su comportamiento y la forma en que los perciben sus pares. Estas preocupaciones influyen directamente en su autoestima y en la calidad de sus relaciones.

En una entrevista realizada por El Comercio, Liliana Tuñoque, psicoterapeuta de la Clínica Internacional, explicó que a esa edad los niños ya pueden interpretar las opiniones ajenas sobre los contenidos que los muestran. Comprender la diferencia entre lo público y lo privado fortalece su autonomía, su confianza y el respeto por sus propios límites, contribuyendo así a su bienestar emocional.

“Aunque lo hagan con buena intención, al publicar contenido sobre sus hijos los padres exponen aspectos que estos no han consentido”, señala Natalia Guzmán, psicóloga y docente de la Universidad de Lima. En los primeros años, la falta de conciencia impide al menor decir sí o no, y muchas veces sus deseos continúan sin ser tomados en cuenta conforme crecen.

Esta dinámica puede generar en los niños una sensación de vulnerabilidad y una actitud de indefensión aprendida, llevándolos a no cuestionar decisiones impuestas bajo la premisa de que los adultos siempre saben qué es lo mejor. “En un mundo ideal, se espera que ambos padres escuchen al niño, pero aún en 2025 se mantiene el ‘yo soy adulto y tú eres un niño’”, añade Guzmán.

Ignorar el deseo de un hijo de no aparecer en línea puede provocar sentimientos de rechazo, vulneración y desconfianza hacia sus propios padres. Esta falta de control sobre su imagen puede afectar el vínculo familiar, deteriorar la comunicación y dejar huellas en su desarrollo emocional, sobre todo si sienten que no se respetan sus límites ni se escucha su voz.

En la adolescencia, la necesidad de validación externa se intensifica. Los jóvenes tienden a compararse con los demás, y si ya existe una narrativa digital creada por sus padres, se les dificulta construir una identidad propia. En esos casos, redefinir su imagen en redes sociales puede volverse una tarea imposible.

Cuando los padres minimizan o ridiculizan el malestar del niño ante publicaciones vergonzosas, el impacto emocional es aún mayor. Esta invalidación puede llevar al menor a reprimir sus emociones o reaccionar con rabia, comprometiendo su sentido de seguridad y confianza en el entorno familiar.

Privacidad en juego

En YouTube y en las redes sociales ya mencionadas, hay una gran cantidad de creadores de contenido menores de 10 años que crecen expuestos de forma constante, mientras sus suscriptores los siguen como si fueran primos o sobrinos a quienes ven desarrollarse en tiempo real. A tan corta edad, muchos ya lucran con su imagen. Si bien existen influencers para todos los gustos y edades, es fundamental cuestionarse si el entorno en el que se desenvuelven es realmente seguro y adecuado para su crecimiento, y no están siendo usados como fuente de dinero por sus padres.

Esos son casos extremos, pero sirven para sensibilizar a la población frente a situaciones en las que se vulnera al menor. En Perú, además de la Ley de Protección de Datos Personales, existe la Ley del Niño y del Adolescente, y el Código de los Niños y Adolescentes, los cuales defienden que, para cualquier tratamiento de datos personales de un menor, se requiere el consentimiento de los padres o tutores. Sin embargo, se debe coger con pinzas, ya que en el ámbito digital no está tan regulado y, si son los padres quienes publican, no habría ningún problema.

Foros, blogs y notas periodísticas suelen ofrecer estrategias clave para proteger a los niños en la era digital: cómo monitorear sus actividades en línea, configurar ajustes de privacidad, aplicar controles parentales y fomentar la conciencia sobre la diferencia entre lo que se muestra en redes y la realidad. Sin embargo, a menudo se omite un aspecto crucial: la cantidad de información que puede encontrarse en los perfiles de los propios padres o de cualquier familiar cercano.

La sobreexposición de los niños va más allá del impacto emocional. Compartir imágenes e información personal deriva a riesgos concretos. Johanna Cuba, ingeniera informática y especialista en ciberseguridad, expresó que compartir información personal en línea puede derivar en riesgos concretos. 

“Las fotos que hoy comparten alegremente de tus hijos haciendo cosas que para ti pueden ser graciosas, pueden convertirse en objeto de burla por eso. Claro, también pueden ser víctimas de grooming o sus imágenes pueden ser usadas para contactar con otros niños siendo personas adultas con malas intenciones”, manifestó Cuba. 

El peligro también alcanza a los adultos, ya que la información sobre las rutinas de sus hijos puede ser utilizada en su contra. En 2024, la Policía Nacional del Perú reveló que se registran 59 denuncias diarias por extorsión. Los delincuentes acceden con facilidad a datos sensibles a través de las redes sociales, lo que les permite ejercer mayor presión sobre sus víctimas y forzarlas a ceder ante sus exigencias económicas.

“Todo lo que está en la red se queda en la red, no hay forma de borrarlo”, indicó la especialista en ciberseguridad. “Siempre queda un backup, del cual no tienes ningún control. El que tiene control es el dueño de la red social”, agregó.

Los padres tienen un papel clave en la protección de la privacidad y el bienestar emocional de sus hijos en el nuevo contexto digital. Se debe compartir con responsabilidad sin comprometer su bienestar. Cada publicación construye parte de la identidad digital de un niño que aún no tiene voz para decidir. Aunque se haga con cariño, es necesario preguntarse si esa imagen también los hará sentir bien a ellos mañana. En un entorno donde todo queda registrado, proteger su privacidad es una forma de cuidar su futuro.

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