¿Por qué dejamos todo para última hora?

¿Por qué dejamos todo para última hora?

[Ilustración: Daniela Ramos / Adobe Firefly]

La procrastinación se ha vuelto una constante en la vida moderna, incluso sabiendo que nos perjudica, pero no siempre se trata de flojera. Detrás de este hábito influyen factores psicológicos moldeados, en parte, por la sociedad peruana.  

Por Igor García y Daniela Ramos

Todos contamos con las mismas horas durante el día. Cuando se nos asigna una tarea, sea académica o laboral, lo usual es que también se nos conceda un plazo razonable para cumplirla. Sin embargo, a pesar de ello, muchas personas tienden a postergar sus responsabilidades hasta el último momento, dejando que el tiempo corra hasta verse obligadas a trabajar contra el reloj y a actuar bajo presión.

De acuerdo a una encuesta realizada en 2024 por corresponsales de un colegio de Lima, más del 50% de estudiantes de secundaria procrastina por más de 72 horas a la semana. Esta conducta, lejos de ser ocasional, se ha vuelto un patrón común que afecta la productividad, el bienestar emocional y la calidad del trabajo realizado, más notoriamente en los jóvenes. Sin embargo, ¿es una simple falta de organización o existen factores más complejos detrás de esta tendencia tan arraigada?

La mente del procrastinador

La procrastinación es la contracara de la famosa frase “no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”. Se trata de la acción de posponer o retrasar la realización de tareas, optando por actividades de menor relevancia o distracciones. Si bien muchos asocian esta tendencia con la desorganización o pereza –principalmente por parte de los jóvenes–, el hecho de aplazar las cosas suele ir mucho más allá, ya que tiende a estar profundamente relacionada con factores psicológicos.

“La búsqueda del perfeccionismo, el miedo al fracaso, la baja autoestima, la falta de seguridad y de regulación emocional generan ansiedad y estrés. Las tareas requieren un esfuerzo mental sostenido que se percibe muchas veces como fastidiosas y tediosas”, afirma la psicóloga peruana Jackie Larrieu, quien también explica que la dificultad en la gestión del tiempo, la incapacidad de planificar y calcular correctamente cuánto demorará una actividad lleva a una acumulación de retrasos que se vuelven abrumadores.

La especialista también señala que, en el caso de muchos estudiantes, la incertidumbre existencial y la falta de propósito juegan un papel clave. “Muchos a mitad de la carrera se dan cuenta que no es lo que quieren, entonces no tienen ninguna motivación”, afirma. Esa falta de sentido convierte cada tarea en un esfuerzo sin recompensa aparente, lo que facilita que las obligaciones de pospongan una y otra vez. Por ello, encontrar un objetivo real que dé sentido a lo que uno hace es fundamental.

El entorno externo es otro factor importante que influye significativamente. En un mundo cada vez más digitalizado, las redes sociales, las plataformas streaming y los videojuegos se han convertido en sinónimos de distracción. Estas herramientas, diseñadas para captar nuestra atención, interrumpen constantemente nuestras actividades y dificultan mantener el ritmo de trabajo sostenido. La hiperconectividad e inmediatez del contenido digital terminan afectando nuestra capacidad de concentración.

“Incluso los padres, a veces sin notarlo, contribuyen al problema con frases como ‘no está bien’ o ‘no eres capaz de hacerlo’. Eso golpea la confianza y la autoestima”, señala Larrieu. A ello se suma la influencia del grupo de pares. Si una persona se rodea de compañeros que procrastinan, es probable que también adopte esa conducta.

En general, a la procrastinación se le considera una estrategia para evitar el estrés. Empero, termina generando aún más ansiedad cuando el momento de cumplir con las obligaciones finalmente llega. Es, en cierto modo, como intentar postergar la muerte. Inevitablemente llegará, y cuanto más se trate de evitar, más angustia y miedo se genera en uno mismo.

El peso cultural de dejarlo todo para mañana

En este entorno hiperconectado, las experiencias humanas se comparten en tiempo real —desde charlas con amigos hasta historias en redes sociales— y suele pensarse que la razón por la que dejamos todo para último momento es nuestro contexto cultural: “así somos los peruanos” o “en mi país todos trabajamos a última hora”. Sin embargo, la procrastinación no es, en esencia, un producto cultural, sino un comportamiento idiosincrático, es decir, surge a nivel individual, aunque puede presentarse en cualquier parte del mundo.

En lo que sí influye la cultura es en la forma en que lidiamos emocional y simbólicamente con el hecho de haber procrastinado. Como explica el sociólogo y docente de la Universidad de Lima, Randy León, “la cultura nos da el marco simbólico para lidiar con los efectos, con el cargo de conciencia, para lidiar con esa disonancia cognitiva entre lo que tuve que hacer, pero no lo hice”. Por lo tanto, todos procrastinamos, pero no todos sentimos lo mismo al hacerlo, ni nos justificamos de la misma manera.

Parte de esta diferencia tiene que ver con cómo las culturas perciben y organizan el tiempo. El antropólogo Edward Hall propuso que existen erudiciones monocrónicas, donde el tiempo es lineal, segmentado y estructurado: se hace una cosa a la vez, se respeta la puntualidad y se planifica con anticipación. Este es el caso de muchos países europeos y anglosajones. En contraste, las culturas policrónicas, como la de Perú, valoran la multitarea, las relaciones interpersonales y una gestión más flexible del tiempo. En estos entornos, se tolera más la postergación porque la conexión social o el vínculo personal pueden considerarse más importantes que el cumplimiento riguroso del horario o la eficiencia.

Esta diferencia también explica por qué ciertos comportamientos, como llegar tarde a una reunión, no se ven como un fracaso personal, sino como parte de una norma compartida. “Cuando hablamos de ‘la hora peruana’, no se trata de una decisión individual, sino de una práctica distribuida. Quien invita, ya espera que los demás lleguen tarde. Y quien llega tarde, lo compensa quedándose hasta el final, porque lo importante es conectar y generar un vínculo social”, reflexiona León.

No obstante, esto no significa que las culturas más estructuradas sean preferibles. De hecho, en los países más productivos como Alemania y Reino Unido, donde se exige una eficiencia constante, la procrastinación suele ser vivida con mayor culpa y ansiedad. Diversos estudios han mostrado una relación entre culturas altamente competitivas y niveles elevados de estrés, ansiedad y agotamiento. El fenómeno conocido como dismorfia de productividad —una percepción distorsionada de no haber hecho lo suficiente, incluso cuando se ha trabajado duro— está estrechamente vinculado a este tipo de entornos.

Así, aunque la procrastinación no depende de la cultura, la forma en que la justificamos, la sentimos o incluso la sobrellevamos si está profundamente atravesada por ella. No es lo mismo procrastinar en Londres que en Lima, aunque ambos lleguemos tarde a entregar el mismo trabajo.

¿Dueños de nuestro tiempo?

En este contexto, surge un cuestionamiento: ¿realmente somos nosotros quienes decidimos procrastinar? Si bien dicha conducta puede estar influenciada por factores internos o externos, Larrieu sostiene que procrastinar, en la mayoría de los casos, es una elección inconsciente, mencionando que entre el estímulo y la respuesta hay un espacio, y en él tenemos un margen de maniobra que nos da cierta libertad de decisión, aunque no siempre lo percibamos así. 

No obstante, hay excepciones. Existen situaciones en las que la procrastinación escapa de nuestro control.  “Está parcialmente fuera de nuestras manos cuando hay condicionamientos psicológico-emocionales como los traumas, la depresión, la ansiedad o el TDAH”, afirma Larrieu. En estos casos, no se trata de una falta de voluntad, sino de bloqueos emocionales reales, los cuales no te permiten avanzar. 

Por ello, la salud mental es vital. El cerebro tiende a priorizar la gratificación inmediata, especialmente cuando se encuentran dificultades para regular las emociones. Las personas con trastornos psicológicos suelen tener más problemas para organizarse, priorizar tareas o mantener la motivación. Si a ello se le suma un entorno poco favorable como hogares disfuncionales, presión constante o falta de apoyo, la capacidad de acción se ve condicionada.

Pequeños pasos, grandes avances

Reconocer la existencia de factores que condicionan nuestra capacidad de actuar no significa rendirse. Si bien no siempre podemos controlar todo lo que nos rodea, sí podemos trabajar en cómo respondemos ante ello. Por eso, más allá del diagnóstico o las circunstancias, existen herramientas concretas que nos permiten comenzar a reconciliarnos con el hacer.

Desde el lado psicológico, Larrieu propone una herramienta sencilla pero poderosa: “el espejo del postergador”. Esta dinámica de autoconocimiento ayuda a identificar qué tareas postergamos, qué sentimos al hacerlo, qué nos decimos a nosotros mismos en ese proceso. Asimismo, los factores de nuestro entorno facilitan esa postergación.

En esa misma línea, el sociólogo León resalta la importancia de visualizar las tareas de manera concreta, ya que una de las raíces de la procrastinación es sentirnos vencidos antes de siquiera empezar. Para evitar eso, sugiere dividir las tareas en partes pequeñas y manejables. Así, la carga mental disminuye y la motivación puede empezar a fluir. Herramientas como Trello o Notion pueden ser útiles para ese proceso de organización progresiva.

Ambos expertos coinciden en una idea clave: no se trata de hacer por hacer, sino de actuar con sentido, entendiendo qué nos mueve, qué nos frena y cómo podemos regular nuestras emociones para avanzar de manera más sana. Una pregunta sencilla puede convertirse en un ancla poderosa: ¿qué pequeño paso estoy dispuesto a dar hoy?

La solución de la procrastinación no pasa solamente por cambiar hábitos o ser más disciplinado. Es fundamental reconocer las raíces emocionales que pueden estar detrás de dicha conducta. Una agenda o técnicas de productividad son de ayuda, pero el cuidado de la salud mental, el autoconocimiento y la creación de un entorno seguro es lo que permitirá avanzar sin miedo y, sobre todo, con sentido.

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