Todas las emociones confluyen a más de 2,350 metros de altura. Entre ceja y ceja, el destino meloso para compartir un 14 de febrero se escabulle entre tan solo un millar de turistas y románticos que inundan Machu Picchu de una niebla amorosa luego de un largo viaje.
Por Paolo Velita
Trece de febrero en la capital inca, Cusco. El llanto de solteros o cobardes inunda en una decena de minutos las calles imperiales con furor, desatando coléricos y turbios riachuelos. A nadie parece sorprenderle, siempre es así justo un día antes de la fiesta central. Los empedernidos por algún ídolo o musa terrenal se reúnen en las plazas rogando una tregua valentinezca al cielo, mientras otros intentan escapar fuera de este mundo ciudadano a uno más sagrado y maravilloso, literalmente.
A Sebastián no le ha bastado pasear por todo el Centro Histórico y el Valle Sagrado con Fiorela, su enamorada. El celular tiembla en su mano mientras intenta cruzar los dedos para que el taxi llegue a la estación de Ollantaytambo. Una locura de amor planeada de la nada no le viene mal para quienes están a puertas de su primer aniversario, justo un día de San Valentín. Así, luego de más de 25 horas de viaje en carro desde Lima, el vagón del Voyager 73 de Incarail zarpa hacia Aguascalientes con una consigna en común: ser los afortunados de pasar un 14 de febrero en Machu Picchu.
Una desesperante ilusión
La noche cayó antes de las siete, producto de las nubes cargadas de lágrimas solteras y pobre diableras. Una estrategia astuta de Cupido, como si supiera cuándo dar el toque dramático a la ocasión. Los valles inmaculados se visten con la luz de la luna mientras las cordilleras cómplices protegen el tren suspirador de humaredas. “Ojalá no esté nublado allá por la mañana, me jode el plan”, balbucea a regañadientes.
La cólera se disipa entre charlas y risas curiosas de turistas de todo el mundo, desde Corea hasta Costa Rica, que amenizan el viaje. La puesta en escena de la obra Ollantay retumba en cada pasajero que aprovecha esta historia inca para iniciar los preparativos sentimentales discretos pero no tan discretos en el vagón. Aunque nada que un café cargado o un sueño agotador no pueda posponer hasta el día siguiente.
Entre tonos flautistas y andinos, el tren ancla freno en Aguascalientes bajo un clima que no es para nada cálido. La ceja de la selva recibe a cada turista que baja en la estación con una lluvia tormentosa, como último obstáculo antes de llegar al nido de amor temporal. El pueblo, como si escuchase el retumbar sincronizado de su sentir, se decora para la fecha especial. Los puentes que cruzan el río Urubamba callan el agresivo ruido del agua con música ligera y un recibimiento digno para la fecha.
Los últimos románticos del año pasado dejaron su acto de purismo en candados dorados para guiar a los próximos visitantes enamorados. Aunque la humedad sea bastante invasiva, el brillo de cada uno no deja de cesar. Ante los haces de luz y flechazos sagaces de amor, la noche cae y el amor florece temprano por la mañana.
Alcanzar lo sagrado
Las alarmas suenan y retumban en cada hospedaje. Sebastián, como si fuese el único sobreviviente de las noches fiesteras, baja con pies presurosos tomado de la mano de Fiorela a la Plaza Manco Cápac. Son solamente mil boletos diarios que se venden para acceder a Machu Picchu, y ellos piensan ser el primer par en respirar el sagrado aura que emana la ciudadela escondida cual paraíso celestial.
La ansiedad carcome la paciencia de ellos cuando las llamadas al guía no obtienen respuesta. A una hora de la entrada, la posibilidad de permanecer menos tiempo dentro de la Maravilla lleva a la pareja a una decisión atrevida. “Vamos a pie. Por la anécdota”. Y así, aunque la corriente dicte un camino relajado y tranquilo, el par de camarones solitarios pero fuertes en convicción empiezan a subir entre un sendero rocoso infestado de flora y fauna inusuales para estos capitalinos costeros.
Hormigas de gran tamaño, aves veloces y escurridizas, sumado a la gran variedad de mariposas que acompañan el trayecto, van armando el paso real nunca antes visto por las pupilas de Sebas y Fio, como si la Pachamama omnisciente dirigiese la orquesta de la naturaleza.
En el andar, más tórtolos y amigos persiguen el mismo sueño de nuestra pareja. Tal es el caso de Sergio y Ana, que vinieron desde Chile con todos sus implementos de escalada para visitar su primera maravilla del mundo. Aunque se conocieron haciendo trekking desde hace unos 3 años, la vida y las vacaciones previstas pudieron armar el escenario perfecto para alcanzar un hito más juntos. “Este era un reto pospuesto desde hace mucho con ella, pero menos mal se nos dio la oportunidad y bueno, estamos aquí juntos en esta fecha tan especial”, confiesa jadeando mientras sube los escalones con su cámara recién comprada.
Luego de una hora de plena conexión con la naturaleza y la humedad, nuestra pareja recibe la celebración de la caravana extranjera que espera en el último eslabón. Las puertas del Edén incaico se abren en el turno de la hora octava. El viaje ha culminado. Machu Picchu aquí está, por fin.
El paseo real
El cansancio pasa a segundo plano cuando el par pasa el umbral del Circuito 3 de la Ciudadela. La llamarada de amor se siente más furiosa que nunca. Entre la niebla y la flora, el Complejo se muestra con un misticismo coqueto, revestido de piedras labradas y una historia que permaneció intacta por más de 4 siglos. Los guías escandalosos y los grupos de turistas, ateos al sentimiento, inundan de a pocos todos los flancos de Machu Picchu, susurrando y criticando con la mirada la actitud de ciertos visitantes.
Sin embargo, nunca falta el grupo de amigos que celebran el viaje como parte de una escapada por la amistad o la confraternidad, como Thiago y Vítor, brasileños aventureros que juntaron sus propinas para costearse su viaje entre ellos y terminaron convenciendo a su gente de “promo” de la universidad para llegar hasta aquí. “No solo es el día del amor, también de la amistad, ¿o no? Es bueno pasarlo con amigos aquí, un lugar muy bello”, comenta entre risas con un español carraspeado, pero jovial. Mientras se despide, la niebla tempranera se esfuma y deja ver el atractivo que embelesa a flechados e intrépidos por la aventura.
Bien se sabe que existían tres animales representativos de la cosmovisión andina: el cóndor, el puma y la serpiente. Aunque simbolizan un mundo distinto en el destino de cada alma inca, la equidad y la confluencia de estos ratifican al número tres como el signo bisagra del imperio andino, siempre bajo la mirada del dios Sol. Y es este mismo que se sobrepone entre todo para dejarnos admirar una escena única: un mar de oro calmando la tempestad de los cielos y tiñéndolo de un color celeste, junto a los andenes pedregosos y los templos de antaño.
Los disparadores de las cámaras empiezan a crear un ritmo frenético aunque gustoso. Nadie grita ni dice nada, pero llevan la fiesta y el agradecimiento al Inti dentro de ellos por la bendición brindada. El clímax de los abrazos y besos se extiende en cada escalón de la ciudadela, donde la información explicada y sustentada de los guías pasa a segundo plano. La magia del lugar supera por un momento su historia e importancia en tan solo unos segundos. La endorfina, glándula humana cómplice de la felicidad, se demuestra en distintas formas entre los tres circuitos ofrecidos.
En medio de este ambiente verdoso, amoroso e inédito, el único aguafiestas que puede haber es el mismo recorrido: al igual que la vida, el sentido es único. No se permite el retroceso a otro sector ya transitado, por lo que la estadía resulta significar más especial para cada turista. Sebastián y Fiorela lo saben bien, tratando de sacar el máximo provecho de cada tramo para tenerlo como un recuerdo imborrable en su sendero de vida. “Todo ha salido tal cual quería, una foto despejada y bien bonita”.
Si bien la eminencia del astro brillante permanece hasta el mediodía, el final del recorrido se iba haciendo una realidad, y consigo se esfumaba la suerte de cada romántico que subió hasta allá. Apenas pusieron un pie fuera de la ciudadela, la lluvia se impuso y la ducha natural empezó a causar estragos entre los extranjeros que no preveían un acontecimiento de características bíblicas.
Vuelta al plano terrenal
Los buses de regreso al pueblo permanecen castigados bajo la tormentosa lluvia que se entromete en las pantallas de celulares y cámaras, lentes de todo tipo y el calzado de cada visitante. Y aunque sea cómodo viajar sentado mientras se baja por el serpentín de tierra hasta el pueblo, los 96 soles por los boletos de ida y vuelta pueden significar una arremetida al bolsillo propiciada por los duendes codiciosos de los “verdes”. Por eso, así como se subió, nuestros cómplices bajarán por el mismo camino. Total, es difícil saber si volverán pronto o no, juntos o no. Nadie lo sabe.
Entre fotos y caídas por el barro fangoso, tras más de hora y media de trayecto, Aguascalientes vuelve a recibir a nuestra pareja que, con más cansancio que hambre, se abstiene de las pausas para retomar maletas y chapar el tren de regreso. Siempre existe el deseo de quedarse un tiempo más a explorar a detalle la zona, pero nadie tiene una impresora de dinero ilimitado.
Entre chubascos, medias húmedas y losetas engañosas, el destino quiso que el mismo tren de ida fuera el elegido para la vuelta. Esta vez no habrá número artístico ni tampoco espectadores ansiosos por llegar, tan solo soldados caídos en el sueño profundo satisfechos por la aventura, mientras otros caen en el coqueteo decoroso del paisaje: campos verdes contrastados con picos rocosos y nevados, casitas singulares en medio de la flora, al ritmo del son de un río que resuena como si reclamase una estadía más larga.
Cinco de la tarde. Oficialmente no existe un alma dentro de Machu Picchu. El tren vuelve a la estación inicial y el viaje a la capital es la próxima preocupación para Sebas y Fio. Saben que se acabó una historia fugaz, pero que la llevarán en cada corazón por el resto de sus vidas.
Machu Picchu seguirá abriendo sus puertas y con ello la posibilidad de crear nuevas alegrías en los corazones de quienes llegan a su cima. Sin embargo, tan solo mil podrán decir que, por un día, la Maravilla susurró sus más bellos secretos para compartirlos con sus visitantes en un sitio tan sagrado como el verdadero amor profesado esa tarde. Una oda al alma que merece ser escuchada una vez en esta vida terrenal.