Un camino al cielo - Nexos

Un camino al cielo

[Foto: Diana Bustos]
[Foto: Diana Bustos]

Entre las fronteras de Villa María del Triunfo, La Molina y Pachacamac se alza el Apu Siqay, una cumbre de 1200 metros que desafía a todo aquel que se atreva a recorrer sus retorcidos senderos. Ascender hacia su cima es no solo un reto físico, sino una experiencia sensorial que despierta una profunda conexión con el entorno natural.

Por Diana Bustos

Las combis zigzaguean como hilos entrelazados, retorciéndose sobre las pendientes de los distritos sureños, donde las casas se agarran con ferocidad a las laderas de polvo. Desde lo alto del Cementerio Presbítero Maestro en El Agustino, el sol se impone con un calor abrasador que parece no dejar espacio para las sombras. El sonido de los motores y las voces componen una sinfonía desordenada junto al eco silencioso de los muertos, como un intento de ahogar las memorias de ese campo santo. 

El viaje empieza con una modesta inversión en el tren de apenas 3 soles. Bajándote en la estación María Auxiliadora, el trayecto continúa a bordo de las combis rojas y blancas que, por 1.50 soles, te llevan hacia la calle Huamachuco. En una de esas, una madre agotada observa por la ventana, sus ojos se encuentran desgastados por el tráfico que nunca cesa. “Tomen la 22”, susurra con el mismo aire que exhala su paciencia, mientras señalaba la ruta al Apu Siqay. 

Al avanzar, las casas se amontonan unas sobre otras, como si cada estructura peleara por un lugar en el vasto paisaje urbano. A medida que se sube, la algarabía de los ciudadanos se va apagando y el ruido se transforma en algo más íntimo, más propio del lugar. Los niños juegan en canchas sin red, mientras los perros vigilan como fieles guardianes en cada esquina. Es aquí donde el cemento de Lima se entreteje con las primeras piedras de la montaña y así  uno comienza a sentir la transición entre la vida cotidiana y el desafío de la naturaleza.

Cada curva, cada piedra suelta parece un desafío lanzado por la propia cima. Las motos, que se tambalean sobre los caminos irregulares, luchan por sostenerse, avanzando como si intentaran burlar a la gravedad. “Estas son las Lomas de San Gabriel, hasta aquí no más llego”, con un tono cansado pero familiar, advierte Juan pisando los motores. Desde ese momento, la cumbre parece ser un refugio, un espacio donde el ruido de Lima se apaga y lo espiritual toma el control. Solo 8 minutos más de caminata para al fin llegar a la entrada principal. 

Eco de tradiciones 

En Apu Siqay, las piedras hablan. Cada una guarda un secreto, un susurro del pasado. El significado del lugar, “trepar hacia el dios”, resuena en cada paso que se da hacia la cima. El sendero se estrecha conforme se avanza y las primeras curvas se hacen sentir en las piernas. No es solo un ascenso físico, es una travesía espiritual. Los mitos hablan de entes que habitan en la neblina, de almas que se pierden y de aquellos que, respetuosos, logran llegar a la cúspide  sin contratiempos. 

En plena tranquera, una anciana de cabello blanco con trenzas ofrece caramelos de limón. “¡Llévenlos para el mal de altura, caserito!”, dice, como si su consejo fuera parte de la tradición. Los domingos, cuenta, es cuando más gente sube desde temprano. La montaña se llena de vida y parece vibrar con la energía de los visitantes. 

Cada parada en el camino es una prueba. Desde el puesto de la veterana, algunos optan por las mototaxis que, por 10 soles, los llevan hasta el segundo paradero, a 3,130 metros de distancia del Apu. Sin embargo, para los más intrépidos que prefieren sentir el ascenso bajo sus pies, la caminata hasta ese punto les tomará entre 30 y 40 minutos, dependiendo de su resistencia. Entonces, inicia la travesía. 

El sendero se estrecha y las piedras sueltas hacen que cada paso requiera un esfuerzo consciente. No es solo un ascenso; es una conversación con la montaña, que responde con el frío del viento en la piel y la tierra que, levantándose con cada zancada, deja un rastro salado en los labios. El abrigo se vuelve imprescindible cuando se subía más y más, y el calzado firme, como una extensión del cuerpo, asegura el equilibrio sobre las rocas que parecen desafiar el avance.

A medida que el sol alcanza su cenit, el calor castiga la piel, haciendo del bloqueador solar un escudo invisible, pero necesario. “A mí también échame, gordo”, repetía la señora Gladys, que con su buzo ajustado hacía notar su cansancio. Los caminos, aunque a veces se enredan entre sí como un laberinto caprichoso, siempre encuentran la manera de guiarnos, con pequeñas señales que parecen susurrar: “Sigue adelante”.

En ese trayecto, las conversaciones entre caminantes se mezclan con la naturaleza. Una madre ave observa, inquieta, desde su nido, y dos lagartijas, como pequeñas guardianas del sendero, juegan a moverse entre las piedras, mientras el sudor de los aventureros se mezcla con la tierra. Los visitantes no dudaban en sacar sus celulares y capturar la fauna de la cumbre.

En los días más nublados, el Apu Siqay se cubre de una capa de niebla que lo convierte en un paisaje casi onírico. La neblina, que parece deslizarse como un velo sobre las montañas, cubre el paisaje en un abrazo frío pero sereno. En estos momentos, el atrapanieblas, una estructura que alguna vez fue vital para recoger agua en épocas de humedad, se alza como un testigo del ingenio humano frente a la naturaleza. Aunque roto, sigue en pie. Recuerda aquellos días en que las nubes se arremolinaban y traían consigo la humedad necesaria para la supervivencia.

Entre las piedras, la vida se abre camino de formas inesperadas. Flores pequeñas, de colores vibrantes, crecen en los lugares más inhóspitos, señalando que, a pesar de todo, la vida siempre encuentra un lugar para florecer. Todo parece parte de un equilibrio perfecto, una danza silenciosa entre lo natural y lo espiritual.

En lo alto

Al llegar a la cumbre, el Apu Siqay revela un espectáculo indescriptible. Como si la montaña quisiera recompensar a los valientes que llegaron hasta su cima, un inmenso colchón de nubes se extiende a lo largo del horizonte. El sol, a punto de despedirse, se tiñe de un dorado suave, mezclado con pinceladas rosadas y naranjas que iluminan el cielo. En este punto, la caminata había valido la pena.

Es un atardecer que parece salido de un cuadro, donde el cielo y la tierra se funden en un solo abrazo de colores cálidos. Las nubes, bañadas por la luz dorada del sol, parecen ondular como un mar en calma, ofreciendo a los visitantes la ilusión de andar sobre ellas. A lo lejos, la ciudad queda apenas como un susurro en el horizonte y la majestuosidad de la naturaleza toma el protagonismo. 

Los visitantes, hipnotizados por el panorama, se dispersan en un ritual compartido: unos se sientan en las rocas gigantes y cierran los ojos, dejándose envolver por la brisa y el silencio que flota en el aire. Otros sacan sus cámaras y celulares, capturando la imagen perfecta de un cielo que parece pertenecer a otro mundo. “¡Parece un colchón, papá!”, repetía asombrada la pequeña Lucía en los hombros de su progenitor. Los amigos se abrazan, sellando el momento en complicidad, mientras las familias contemplan juntas, en un silencio que no necesita palabras. Sin embargo, no todo es poesía: algunos, sintiendo el peso de las horas en sus cuerpos, aprovechan para ir a los servicios higiénicos cercanos, algo descuidados y por los que igual deben pagar nada más que 5 soles. 

El estómago pedía a gritos un poco de comida. Un restaurante modesto y rústico ofrece un respiro. Aquí, las botellas de agua cuestan 4 soles, los almuerzos se sirven con la calidez del hogar, y los marcianos de chicha morada y piña son un refresco inesperado para quienes buscan recuperar fuerzas. Incluso, para los que llegan dispuestos a acampar, el lugar ofrece latas de cerveza, que parecen convertir el esfuerzo del ascenso en una celebración: “¡Salud!”.

Lima nunca descansa 

Cuando el reloj marca las 6 y media de la tarde, el descenso comienza. Desde lo alto del Apu Siqay, las luces de Villa María del Triunfo parpadean como estrellas distantes. Cada una de ellas es una historia, una vida, un pequeño fragmento de la gran urbe que jamás reposa. Mientras el sol se oculta detrás de las montañas, las casas iluminadas dibujan un mapa caótico, pero lleno de vida. Lima, desde allí, parece un titán que jamás duerme. Y es verdad. La ciudad brilla como si su energía no conociera pausas. Sin más opción, los caminantes encienden las linternas de sus celulares, cuyos haces de luz cortan la negrura del sendero como pequeñas antorchas modernas.

El aire se enfría rápidamente. Las nubes, que antes parecían lejanas, ahora cubren el camino como una manta gris. El suelo, empapado por la neblina, se vuelve más traicionero. Cada paso debe calcularse con cuidado. Las señalizaciones, antes tan claras bajo la luz del día, se vuelven confusas en la oscuridad. Pero la montaña, como un viejo amigo, no se deja olvidar. Los mototaxis en el Paradero de Apus de Lampa esperan a los rezagados, listos para llevarlos de vuelta a la realidad por 35 soles.

Y entonces, cuando al anochecer el paisaje se comienza a envolver con sombras, el descenso marca el final de la travesía. Las piernas pesan, pero el alma se siente ligera. Las combis, en la “Puerta Chanchería”, esperan como si fueran portales de regreso a la realidad. Lima, con su bullicio eterno, se prepara para recibir nuevamente a quienes se atrevieron a buscar algo más allá de sus calles. No obstante, quienes descendieron del Apu Siqay, ya no son los mismos. Han dejado una parte de sí en la montaña y se llevan consigo algo más profundo, algo mucho más esencial.

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