La muerte del Cementerio El Ángel

[Foto: Marjorie Chauca]

Cada vez menos gente visita a sus muertos porque pagan por cuidarlos. Desde un mal gestionamiento hasta la necesidad de utilizar su propio dinero, los guardianes silenciosos del cementerio tienen dificultad de sobrevivir en medio de tanta indiferencia en un camposanto que no es ni la sombra de lo que fue en su momento de gloria.

Por: Marjorie Chauca

Eran las 10 de la mañana y el Cementerio El Ángel me recibió antes de que pudiera poner un pie dentro. “¡Flores, señorita, flores!”, me decía un hombre ofreciéndome un ramo de margaritas de plástico. A su costado, otra señora me preguntaba con insistencia, “¿No va llevar flores, señorita? Recuerde que ya no dejan entrar flores naturales al cementerio”.

Atravesé la entrada tratando de esquivar las miradas incesantes y el eco persistente de sus ofertas. Sin embargo, el señor Jorge no se daba por rendido tan fácilmente.”Están a 5 soles, señorita, llévese para su muertito”, me hablaba mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro al mostrarme un ramo de rosas rojas. No obstante, mi mirada se había fijado en los colores de las flores que estaban a mi izquierda, junto a los comerciantes que estaban en sus puestos, parecían darle vida al lugar.

Una entrada con incertidumbre

Le compré un ramo a Jorge y me presentó a Dina Paucar (41) , quien, curiosamente al igual que su célebre homónima en sus inicios, vive el día a día. Como bien dice, lo que se gana es para sobrevivir, mas no para vivir. El paso de los años complicó su situación, reduciendo considerablemente el número de visitantes. “Antes de la pandemia, venía la gente a ver a sus muertos”, menciona Dina con aire de nostalgia mientras ordena un ramo de tulipanes de plástico. Las flores dúctiles, aunque más caras, se han vuelto la única opción. Estas, a diferencia de las naturales, no necesitas volver a comprarlas, lo cual ha representado una baja en las ventas. Sin embargo, no todo es negativo, pues reconoce que, gracias a las flores de plástico, muchos comerciantes al igual que ella ya no se ven en la necesidad de madrugar para poder comprarlas.

Un poco lejos de los vendedores, al centro y a la izquierda, se yergue el Ángel de la Resurrección que, con un rostro sereno y las alas extendidas, parece proteger las más de seiscientas mil almas que descansan sobre “el camposanto del pueblo”.  A diferencia de su vecino, el Presbítero, este recinto alberga a personas de todas las clases sociales.

Continuo mi recorrido y el pórtico de siete columnas de concreto junto a los  querubines de Joaquín Roca Rey son los que me dan la bienvenida, los últimos instalados en el mural Fernando de Szyszlo. Pero a ambos parece que les ha pesado tanto los años como la muerte misma de sus progenitores. Los ángeles de Roca de Rey, afligidos y llorando surcos de polvo alrededor de sus rostros, intentan cumplir la premisa inscrita en el fresco: “no moriar sed vivan” (no moriré sino viviré).

La portada de Szyszlo no es ni la sombra de lo que era en el siglo XX y las múltiples grietas que tiene parecen denunciar el olvido. Al costado de este, unos portones de rejas oxidadas, oblicuas y empolvadas me dan el recibimiento final, que parece ser el paso de Dante hacia los tres estadios del alma, solo que sin tantas peripecias.

Un lugar inseguro

Una vez dentro, observo a un hombre sentado en una silla. Lleva unos auriculares y mueve ligeramente su cabeza mientras contempla atentamente el panorama del cementerio. A su costado, en el suelo, se halla otro guardián que parece resguardar el lugar al igual que él. Su nombre es Edmundo, encargado de la protección del camposanto. “Somos ocho de seguridad con más de veinte perros que al salir los abandonan”, menciona mirando con una sonrisa a su compañero de cuatro patas.

Nos confiesa que, a pesar de que realice turnos nocturnos, tiene más miedo a los vivos que a los muertos. Algunas personas aprovechan que se encuentran casas  pegadas al cementerio para trepar y robar lápidas de mármol valorizadas entre   dos mil ochocientos a tres mil quinientos soles. Hasta la fecha, se han reportado robos de más de veinte tumbas, las cuales terminan siendo vendidas en el mercado negro por precios que oscilan entre los docientos a  trecientos soles.

“Es por ello que de noche también cuidamos. O sino de día vienen más antes, te ven con el celular y se lo llevan. Pero ahora ya no, como hemos chapado uno y le quemamos su moto”, relata con una mezcla de indignación y satisfacción. Edmundo indica que se colocaron cámaras, aunque no sabe donde están ubicadas exactamente porque están “camufladas”. Su mirada parece buscar alguna mientras habla. Aún así, reconoce que  no son suficientes y no hay fondos para financiar más seguridad. “Pero ahí estamos dándole duro, acá no hay nada de policía, solo somos la cooperativa”, concluye antes de volver a su labor inicial.

Una caída hacia el olvido

A medida que me alejo de la caseta de seguridad,  mis zapatos se llenan de tierra y cada vez encuentro más ramas inertes y restos de envolturas. Sin embargo, mi ojeada se detiene en los nichos. Muchos de ellos parecen haber sido envueltos por una torva y haber tratado de luchar contra ella para poder conservar su color inicial. Pero, en muchos casos, el velo de la muerte los ha cubierto, causando que  el nombre del difunto sea inteligible o simplemente no se vea.

Al mirar hacia abajo, en el centro se encuentran las lápidas, algunas de aspecto pulcro y rodeadas de verdor, no han sentido el peso de la muerte y han acudido al llamado del serafín. Rosas, margaritas y girasoles de plástico, enterrados o puestos en un jarro junto a sus compañeras, añaden vida al entorno. En contraste, otras  tumbas parecen agonizar y tener marcas de lo que alguna vez fue la visita de un ser querido.

En muchas de ellas, no se llega a distinguir el epitafio, y los restos de basura junto al pasto marrón y grisáceo actúan como ornamentos. Las flores de plástico, despintadas a causa del sol y cubiertas de polvo, permanecen como sus testigos. La misma escena se repite en los mausoleos: algunos brillan con un granito reluciente, otros se desmoronan lentamente.

Sigo caminando y el sol ha decidido asomarse. Las aves, junto a él, parecen dar vida a un lugar que está sumido en el olvido. Me encuentro en el pabellón San Alejandro, uno de los más de seiscientos pabellones que alberga este cementerio. De repente, a lo lejos comienzo a escuchar:

“tu voz persiste

anida en el jardín

de lo soñado

inútil es decir que te he olvidado porque…”

¡Es el  inigualable timbre de la Morena de Oro del Perú! Con pasos presurosos, me dirijo hacia el lugar donde proviene la melodía. A lo lejos, observo a un sujeto vestido de verde caqui acompañado de una señora; ambos conversan, toman cerveza y se ríen. De pronto, el hombre decide pararse, se despide y se aleja retornando a su faena diaria. Su nombre es Augusto Terrones, lleva más de cincuenta años trabajando para la cooperativa y él, al igual que la mayoría de sus compañeros, es provinciano.

[Foto: Marjorie Chauca]

Augusto vive del dinero que mensualmente recibe de los familiares de los difuntos por cuidar de sus tumbas o nichos, ya sea regando el jardín, colocando flores o limpiando constantemente. No obstante, la poca afluencia de personas también lo ha afectado. “Ahora el cachuelo nomás trabajo cuarenta o cincuenta soles. Antes que viniera la pandemia, yo tenía como trescientos cuidados a quince soles, ahora ya no tengo ni sesenta”, denota con una expresión de frustración. Aún así, reconoce que hay algunas personas que no lo olvidan y le envían dinero por Yape, aunque no faltan los morosos que aún le deben.

Mientras Augusto continúa echándole agua al jardín que le han encomendado, comenta con resignación que “antes el agua estaba barata, ahora está a 5 soles”.  Además, nos cuenta que todos los trabajadores de la cooperativa gastan alrededor de trescientos cincuenta soles mensuales para poder tener seguridad en el cementerio.

Cuando le pregunto acerca de la participación de la Beneficencia en el mantenimiento y la seguridad del lugar, este esboza una sonrisa irónica como quien le cuenta mal chiste, y dice: “La Beneficencia no quiere nada, solamente vende su nicho y se olvida”. Saca un recibo de su bolsillo y me lo muestra, aquí se lee “vigilancia de noche, quincena, noventa soles”. Me explica que las personas mayores al igual que él pagan al consejo para que este elija a una persona que resguarde el cementerio. En el caso de trabajadores que pueden realizar la labor, a pesar de su edad, no pagan y se encargan de resguardar el cementerio.

Una visita recurrente

[Foto: Marjorie Chauca]

El tiempo pasa en el cementerio, ya son las cuatro y media de la tarde,  y el sol está  a punto de ponerse. Dentro de media hora, las puertas del cementerio se cerrarán. Estoy sentada en una de las tantas bancas agrietadas del camposanto. En ese momento, veo pasar a un anciano junto a una mujer, ambos caminan lentamente. Se trata de José y su hija Aide, quienes llevan años visitando el lugar.

Aquí tienen enterrados a seis de sus familiares y relatan que, antes de la pandemia, el cementerio se mantenía más limpio; no obstante, parece haber empeorado. Durante la conversación, me comentan acerca de la antigua laguna con peces de colores que había en el cementerio. “Allí sí estaba cuidado, cuidadisimo, había una laguna. Claro, yo me acuerdo de niña que mi papá me traía”, cuenta Aide con una sonrisa en su rostro. José, emocionado, recuerda su treta: con la excusa de que iba a estudiar en la casa de uno de sus amigos, se dirigía al cementerio, donde se quedaba horas dibujando a los danzarines de escamas.

Lo que era el lago, ahora es un cerco que abraza la vegetación del lugar. El verdor del pasto surge como una fuerza que desafía al suelo mismo, expandiéndose y  guardando algo de esperanza en medio del desgaste de sus compañeras que amarillas parecen denunciar el olvido y albergar la ilusión de revivir en medio de su agonía. El atardecer ya se vislumbra. Son las cinco y tres de la tarde, y con algo de desolación me despido del camposanto.

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