Un artista de las melodías con maestría en Derecho Tributario. Bajo este rótulo, el exintegrante de Los Fuckin Sombreros desmantela prejuicios de sus dos ocupaciones en polos opuestos y anuncia su nuevo disco.
Por Eduardo Vidal Chavez
Hace mucho, en un periodo donde el rasgueo sísmico de ‘la eléctrica’ y los desenfrenados vozarrones embestían los micrófonos, el rock peruano versaba los escenarios capturados por personajes particulares con repertorio en mano. El músico Francois Peglau, exmiembro de las disueltas pero enigmáticas bandas El Ghetto y Los Fuckin Sombreros, brincaba toda la noche en esos lares. Aunque, durante el día, se desenvolvía en el “bajo” mundo del Derecho.
Las décadas se esfumaron a tempo acelerado y Francois sigue permutando entre esos dos mundos. Tras completar sus jornadas como director del área tributaria de una corporación, emprende su proyecto solista con su entrañable “banda del fracaso” para permanecer en su ley.
¿Extrañas Los Fuckin Sombreros?
(Piensa un rato). Puedo echar de menos esos momentos bonitos, porque son imposibles de repetir: el trabajo de armar la banda, lo bonito de ir al estudio, el descubrir que podíamos escribir estas canciones… Pero ya no volvería a hacer algo como Los Fuckin. Tengo otras ideas y todos los involucrados, también. Ahora, la manera en la que nos juntamos me parece paja. “Oye, vamos a tocar este repertorio. Hay un montón de gente que quiere escucharlo”, nos pasamos la voz. Así que tocamos un par de veces y ya.
¿Se puede decir que dosifican el rock para cada cierto tiempo?
No es que “¡oh, el rock… nos mata no tocar rock!”. Es más bacán el ir y venir. Si agarra constancia ya no sería algo para mí. No quisiera meterle más tiempo porque el ciclo de la banda se acabó en el 2007. Todo lo que ha pasado después ha sido nostalgia, no va a revivir. Ese feeling no va a ser el mismo, no creo que valga la pena.
Sigue predominando el estigma del músico nocturno con una vida desenfrenada y con adicciones.
En la noche hay vicios y, bueno, hay también vicios de día, ¿no? (risas). Existe este cliché del músico, y sobre todo del roquero o jazzero, que se droga… Pero, en realidad, es un chambón, uno muy físico. Y de que vas a estar ocupado, vas a estarlo.
Pasada esa etapa, empezaste tu carrera solista. Tanto en el título de tu primer álbum como en el nombre de tu banda actual destaca la palabra “fracaso”. ¿Es tu mayor temor?
Pucha… Ya no tengo tanto miedo a fracasar. Después de tantos años jugando con la palabra, creo que finalmente convivo con ella. Claro, siempre está ahí el miedo de fregarla, ¿no? El 90 o 100% de los objetivos que uno intenta conseguir, de alguna manera u otra, no lo logra. Está mal visto, pero es parte del proceso creativo.
En tu vida personal también has alcanzado objetivos…
Pero tengo un divorcio, ¡fracaso! (risas). Pero todo es parte del aprendizaje. Les va a pasar a todos. Vas a encontrar algo, ilusionarte y tal vez no va a funcionar. Es el eterno proceso de destrucción y construcción.
En esa línea, ¿se podría decir que tu proyecto musical ha cesado y va a volver a levantarse?
Tras la pandemia paré, dejé todo y me dediqué a otro proyecto personal. Pero lo que sí aprendí durante ese periodo fue a tocar el piano. No sabía nada, así que conseguí el instrumento y empecé a practicar. En ese proceso, llegué a componer y ahora tengo un buen número de canciones que ya me provoca producir porque ha pasado un buen tiempo desde el último disco (‘Francois Peglau y la Fracaso Band’). Eso sí, va a ser algo totalmente distinto.
¿Vas a seguir con la banda que te estaba apoyando?
No creo. La Fracaso Band es una cuasiorquesta. Este nuevo álbum va a ser algo más chico, con muy pocos instrumentos y más cercano a mi primer lanzamiento. Voy a volver un poco a esa onda, sumado al piano como novedad. Va a ser mostro.
Entonces, ¿vas a cambiar de aires?
Con mi último álbum quería producir música destinada a presentaciones. Quería tocar en vivo un montón de veces. De ahí partió la idea. Por eso la orquesta y las tocadas en fiestas. Ahora ya no tengo tantas ganas, no necesariamente de conciertos, sino de ese concepto festivo. Ahora me imagino como ese sujeto en la esquina de ese restaurante angosto y oscuro tocando un piano. Uno de verdad, de esos antiguos.
¿Este cambio de tonalidad está vinculado a tu estado emocional a lo largo de estos años?
Como estaba diciendo, ‘Francois Peglau y la Fracaso Band’ es un disco alegre.
Parece serlo…
Pues me estaba divorciando en ese momento… Todo el álbum habla de la separación y cómo lo sobrellevaba. Era una locura, pero me gustaba ese concepto de componer este pop bailable con una letra súper triste. En “Final feliz” prácticamente hablo del desenlace de un matrimonio y la dificultad de encontrar una manera de terminar bien. Todo el repertorio es pura amargura, pero no se siente. Es una mezcla agridulce.
Durante tu época en El Ghetto soñabas con que un repentino éxito de la banda te iba a salvar para siempre del Derecho. ¿Sigues fantaseando igual?
Si me llaman para hacer una gira mundial, no sé si abandono el Derecho (sonríe), pero definitivamente me dedico todo ese año al tour. Sin embargo, esa disyuntiva que involucra dejarlo todo y dedicarme de lleno a la música la tuve más en algún momento.
¿Eso quiere decir que te reconciliaste con el Derecho?
Sí, digamos que estaba ahí en los momentos que lo he necesitado. Además, ha sido un instrumento muy útil para abrirme a otros intereses. Entonces, ya no estoy peleado con el Derecho.
¿Y con la música?
Con ella sí me he peleado (risas). Digamos que el derecho es un intercambio donde están muy claras las condiciones: trabajas y te pagan como en cualquier empleo. Te puede gustar o no, pero podrías, en todo caso, irte a otro lado. El arte, por lo general, es más complicado, una transacción jodida. Porque estás invirtiendo mucho más que tu tiempo y no necesariamente lo que deseas es una retribución monetaria. A veces veo a la música como una enamorada tóxica que, por momentos, te daña y te maltrata.
¿Y por qué te sigues aferrando a ella?
Me encanta lo operativo de la música. Sentarse solo o con otras personas para sacar, de repente, un tema es una sensación increíble (sonríe). También sucede en los shows frente a la multitud: ellos la pasan bien y tú la pasas bien.
¿Consideras que todo esto te convierte en un antisistema?
Tampoco me considero así porque lamentablemente este arte puede ser vendido bajo el supuesto de “¡mírame, soy un rebelde, soy un loco!”. Y, al final, termina siendo lo más prosistema del mundo. Lo pueden ver ahora. No voy a dar ejemplos (sonríe), pero podemos ver músicos acomodados, terriblemente, con el poder.
¿Dirías que hay una falta de sentido crítico?
¡Sí! O que agarran una fórmula y le sacan la mugre porque es lo que funciona. Y está bien, no tengo nada en contra de eso porque es muy difícil en las artes, por lo general, lograr reconocimiento. Por lo que necesitas pertenecer y lograr. Es muy complejo.
Entonces, ¿cómo posicionas a los músicos?
A lo que voy es que no los considero necesariamente como un estandarte del espíritu libre. Y es que muchos artistas forman parte del status quo. Incluso puedo decir que existen abogados más antisistema que algunos músicos que he conocido.
De día radicas en una oficina, pero durante la noche defiendes tu pasión. Algunos podrían encontrar un símil con la figura de un justiciero.
(Risas) “¡El vengador anónimo de la música!”, ¿dices? No sé si justiciero, la verdad. A veces me lío un poco pero me gusta. Podía aparecer temprano en la oficina a trabajar, cerrar el día, irme a ensayar de noche y luego dedicarme a organizar un concierto o una fiesta porque me provocaba. Porque sentía y siento, todavía, que puedo hacer mucho ya sea con la música o con la chamba. Y mientras tenga vida y aliento, ¿para qué descansar?