La estrella de las fiestas más cotizadas de antaño es uno de los músicos más virtuosos del país. El paso del tiempo le ha caído bien a los de su generación, pero mal a sus hojas de partitura. Rulli Rendo nos da una bienvenida tropical.
Por Eduardo Vidal Chavez
En medio de una ovación de mansos gritos, Rulli Rendo pisa el escenario mientras los dichosos huéspedes de su guateque desempolvan sus resentidas caderas y sus indomables espíritus rumberos. El único vuelco trascendental con el ayer es que las amanecidas son muy improbables. Si bien los aplausos son menos ruidosos y más lentos, los pies del público están ansiosos por darlo todo.
—¡Qué lindo! ¡Cuántas caras de viejas amistades!— vocifera ante la felicidad de un público cuya edad todavía no conlleva a la paciencia–. Aunque también veo caras nuevas de viejos conocidos— bromeando con las cirugías plásticas de quienes buscan revancha contra las arrugas.
—En esta noche nos hemos reunido jóvenes y jóvenes de corazón– exclama con la voz opacada por risas y aplausos que inundan el local —Muchachos y chiquiviejas…— encendiendo cada rincón con carcajadas. A la par, otros protestan con gracia.
—No, en serio, pues. ¿Qué quieren que diga? ¿Muchachos y chicas? Serán chicas del ayer…
Con este prólogo, Rulli trata siempre de jugar con la edad de hombres y mujeres. Él los denomina con ironía “un público mayor de edad”.
Décadas atrás, los ahora chiquiviejos y chiquiviejas se alborotaban en las colas de sus conciertos. Las fiestas –en cualquier parte del país– eran el patio del “rey del toque”. Las almas libres no solo caían en sus presentaciones, pues Rulli estaba omnipresente en todos los privaditos de Lima.
Julio Barrera –su nombre verdadero– deslumbró por su reinado en la música tropical y bailable en el –cada vez más remoto– siglo pasado. Sin embargo, aunque se haya posicionado popularmente como un cantante aclamado, está perdidamente enamorado de la sinfonía y sus arreglos.
Mientras me cuenta estos detalles, Julio señala esas viejas partituras que formaron parte de él y por las que, en seguidas ocasiones, llegó a amanecerse. Todo por amor, pero ahora es momento de botarlas. “En la música uso mucho papel, por lo que hay cantidad que ya no me sirve. Antes, sobre todo, servía mucho porque los cantantes no tenían necesariamente un conjunto propio y fijo para sus giras. Entonces viajaban con ellas y a veces preferían que yo las guardase”.
–Eso sí, no todos eran tan ordenados como yo. Ya te vas a dar cuenta— me dice sonriente mientras desgrana toda su colección musical organizada detenidamente.
No caben en la pared
Estoy en el frontis de su departamento en Lince. Allí, varios tordos posan entre flores resguardando la entrada con cantos particulares. La iglesia, a la vuelta de la esquina, convoca a la misa de las seis de la tarde con fuertes campanadas. Una vez dentro, Rulli me recibe en su santuario como si fuera un familiar suyo. Su sala, copiosa de reconocimientos y afiches con un peculiar óxido compuesto de recuerdos, me sorprende con resonancias ajenas a los timbrazos de la iglesia.
Julio, vestido con un polo rojo, un short veraniego y unas zapatillas deportivas, me da una cálida bienvenida mientras observo todos sus cuadros.
“Ya no sé cuáles sacar para colocar las otras que tengo apiladas por allá”, comenta mientras se acomoda con los brazos extendidos en medio de su sillón. Parecía un rey en su trono, pero sin ningún destello de arrogancia imperiosa, es un hombre sencillo y cordial. “Disculpame la inmodestia, considerando que todas las modestias son falsas”, admite con humor. Dos de los tantos reconocimientos los recibió en el festival Viña del Mar por clasificar –por doblete– en el 75 y 76. En la primera oportunidad, Rulli y su agrupación no llegaron lejos, pero en la segunda lograron avanzar hasta la tan ansiada final.
En una época donde los rencores de la Guerra del Pacífico atizaban rivalidad, Rulli Rendo compuso los arreglos y dirigió la orquesta para interpretar, junto a la divina Lucy Watanabe, el tema “Juan Salvador Gaviota”. En un inicio, ambos tuvieron que tolerar pifias y barras de chilenos que no estaban dispuestos a sufrir la victoria del peruano sobre su concursante.
Sin embargo, la celestial voz de Lucy y la sinfonía de Rulli lograron extinguir las llamas y transformarlas en una ovación digna de un armisticio. Julio había sido el primer peruano en lograr clasificar a Viña del Mar como director de orquesta. Su matrimonio con las melodías ya estaba aflorando logros. Todo había sido sembrado hace solo quince años cuando tomaba clases de piano.
Primeros arreglos
Julio es un sobresaliente. A diferencia de otros músicos, él se mueve en casi todos los espectros de la vocación. Pero, la génesis yace en su tierna voz de niñez.
Su querida hermana Rosa era virtuosa en el canto y lo influenció a interpretar sus primeros e inocentes versos. Sin embargo, a esa edad –como es común– no tenía mayor conocimiento de la música. Entonaba y punto. Pero había algo innato en él que estaba por detonar.
Rosa tenía una escuela y Julio solía pasar para enseñarles a los niños a cantar las típicas canciones de primaria. Un primo suyo renegaba y recriminaba el resultado porque era muy atípico. Y es que el hermano menor ordenaba a cada niño cantar notas distintas, pero complementariamente armoniosas. Sin darse cuenta, un pequeñín –ajeno a la teoría musical– había orquestado un coro polifónico.
De esa forma, todos en casa se dieron cuenta de que Julio tenía la posibilidad de estudiar música. Sin embargo, no fue hasta sus catorce años que dio sus primeros pasos con su querido maestro de piano Laureano Martínez Smart.
Por exigencia de él –hasta el día de su muerte– es que Julio terminó estudiando en el Conservatorio –ahora universidad– Nacional de Música en 1964. Justo en aquel año, él ya empezaba a participar en grabaciones como cantante bajo su nombre artístico Rulli Rendo. Fue allí que descubrió, en la práctica, lo que eran los arreglos musicales.
“Se tiene una canción desnuda, pura melodía. Nosotros debemos buscar la armonía que acompañe y luego el contrapunto. De ahí viene la palabra arreglo”, explica con seriedad. De pequeño, había logrado orquestar un coro infantil polifónico, ahora podría llegar a hacerlo con instrumentos.
Entre práctica y teoría
En sus primeros trabajos discográficos conoció a Peter Delis, encargado de las orquestaciones de temas que Rulli interpretaba, y solía pegarse un tanto a él para ver y aprender de su labor. Cuando le tocaba grabar, Julio se quedaba pasmado en su partitura y en las respectivas particellas – escrituras musicales específicas para cada instrumento— mientras rodeaba el estudio.
“Yo le preguntaba y preguntaba hasta que un día decidió enseñarme sin cobrarme nada”, rememora Rulli mientras dulcifica sus gestos. Laureano le había enseñado piano, estaba en el Conservatorio y ahora Peter se sumaba. Es así que la formación de Julio se llenó de grandes profesores.
Otro de ellos vivía muy cerca de su casa en su querido Jesus María. Se trataba del maestro Enrique Jimeno, concertino de la Orquesta Sinfónica Nacional del Perú y padre de sus amigos. Para desgracia y angustia del profesor, sus hijos se negaban a aprender siquiera un poco de teoría musical. No querían aferrarse al papel. Hasta que un día Julio lo visitó y le consultó sobre cuerdas. Así, empezaron a dialogar y acordaron un trato con el que se iba a nutrir aún más de conocimiento.
“Yo te enseño teoría y orquestación, pero tú tienes que enseñarles música a mis hijos”, le propuso el padre. De esta manera, Rulli comenzó a instruir a los muchachos sin que estos se dieran cuenta. “Mira, mira lo que he escrito”. “Esto suena así, ahora lo toco en guitarra o teclado”. Poco a poco, ellos se iban dando cuenta del maravilloso terreno de la teoría.
Todo esto lo preparó para dar el salto de cantante a arreglista. De cierta manera logró obtener un espectro más amplio de la música. En el Conservatorio, Julio estudió teoría, solfeo y armonía. Después venía el contrapunto, pero jamás llegó a tomarlo. “Eso ya lo veía diariamente en los estudios de grabación, en la práctica misma”. Aprendió viendo.
Rulli solía escaparse de la universidad para llegar a tiempo al estudio. Sin embargo, ese ritmo de vida, poco a poco, se hacía insostenible. Tenía que prescindir de algo y la música –su amada– no iba a ser la despechada.
Ruido vocacional
Julio ya está saboreando una reflexión venidera. Se saca las gafas y su nariz luce dos fuertes huellas marcadas por las toscas almohadillas. Mientras observa su colección, me confiesa que muchos de los eventos y direcciones que tomó su vida se presentaron sin ninguna planificación. Ni siquiera había pensado vivir de la música.
–Además de tus estudios en el Conservatorio, llevaste la carrera de Ingeniería de Petróleo y luego Periodismo. ¿Por qué te desplazaste tanto y con qué destreza?– indago.
–Soy una persona bastante centrada porque así me criaron. Fui el primer alumno de mi clase en primaria y secundaria. Y luego tenía mucha facilidad para las matemáticas, por eso es que entré a Ingeniería— responde Rulli.
Había tomado doce meses de preparación para ingresar a la UNI. Una vez dentro, le dedicó tres largos años, pero se dio cuenta que no era para él. Era una carrera bastante absorbente. Entonces, fue en busca de otra profesión que, según él, le exigía menos en cuestión de tiempo. Resulta que la inquietud musical ya se había apoderado de su corazón.
Entonces, abandonó la carrera y se preparó, por lo bajo, para ingresar a la PUCP y formarse en Periodismo. “Al terminar la tesis estaba plenamente convencido de que no me iba a dedicar jamás al mundo de la prensa”, reconoce con contundencia. Entonces, le entregó el título a sus padres y liberó tiempo valioso para dedicarle a su amada.
Julio no contemplaba, por nada del mundo, regresar a la Ingeniería. Su mamá se había sentido muy mal cuando abandonó la carrera, pero entendió que no era para él. De hecho, desde muy pequeño, su familia entera le había tendido la alfombra de las ciencias duras. Incluso él mismo había creído que era lo ideal.
Tiempo después, tras un martirio regresivo, un médico psiquiatra había destapado una particularidad impactante al escarbar en su infancia.
Una pasión casi esquiva
Desde muy pequeño, Julio armaba cuantiosos planos y maquetas, una tras otra. Su familia quedó sorprendida por eso y lo encasillaron con el destino infeliz de números y construcciones. Sin embargo, estaba presente un denominador común descubierto posteriormente por aquel médico. Todos aquellos modelos –absolutamente todos– eran recintos de cine.
Incluso armaba los deslumbrantes carteles en la entrada del cine. “Hoy, ‘Juego de Pijamas’ con Doris Day”. “Hoy, ‘En manos del destino’ con James Stewart”, colocaba en sus maquetas con mucha ilusión.
Resulta que aquel pasatiempo no reflejaba su inclinación por la ingeniería, sino su amor platónico por fotogramas y diálogos. “Me llevaban al cine impajaritablemente todos los sábados, no los domingos como todo el mundo. Asistía un día antes porque proyectaban películas más serias, las que los demás chicos no veían”, relata soltando un suspiro.
Al discutir de cine, los ojos de Julio brillan –incluso más que cuando habla de música– y su sonrisa enternece un rostro de niño campante. Ni el ruido de la ventiladora de oficina puede opacar los latidos de su corazón.
Rulli me enseña un fólder donde lista todas las películas nominadas en el último Oscar con sus respectivos enlaces. Al lado del estante de sus vinilos, está otro en el que guarda su desbordada colección de películas originales. Arriba, como buen cinéfilo que es, está el pequeño apartado de las piratas.
La orquesta indomable
Su teléfono empieza a vibrar de nuevo. Ya es la quinta vez que un contacto suyo le llama y ahora sí parece tener urgencia. La incomodidad sobresale de su voz. “¿Me disculpas esta vez? Debe ser algo importante”. Si bien la llamada empieza de manera seria, poco a poco, rebalsa la confianza entre los dos.
—No, no… No te confundas. Este año, “Rulli Rendo” cumple 60 años de carrera, pero el “rey del toque” va por los 48— le comenta.
Julio prefiere asumir una doble personalidad en la música. El ‘rey del toque’ está ligado a ‘Rulli Rendo, Orquesta y Coros’, perfil que expone para su música bailable que añora su público más fiel y popular.
Por otro lado, “Rulli Rendo” es el director de orquesta. “¿Cómo voy a presentarme como el ‘rey del toque’ si voy a dirigir la Sinfónica Nacional? ¿O cómo voy a exponerme así en un concierto de Big Band en el que voy a participar como disertante?”, matiza con contundencia.
Aquella chapa nace de las fiestas que se realizaban durante el toque de queda en los setenta. “La fiesta comenzaba de las 7 de la noche hasta las 6 de la mañana”, recuerda Julio con carisma. Fue así que emergió en la escena con su más grande éxito “De toque a toque”.
Los jóvenes gozaban el disco cuando tocaba la juerga de los fines de semana tanto acá como en Chile —donde también se había popularizado por los toques de queda—. Sus posteriores álbumes tenían que abanderar la palabra “toque” en el título a como dé lugar. “Entre toque a toque”, “El toque criollo”, “Toqueteando”, “Toque”. Su sabrosa discografía se iba proliferando.
A pesar de la rutina poseída por el rompe y raja, a Julio nunca le gustó llamar la atención. De hecho, era muy tímido. Para su cumpleaños número 21, su madre había llamado a sus compañeros de universidad y amistades del barrio para organizarle –con mucho anhelo– una fiesta sorpresa. Sin embargo, él era reacio y terminó muy molesto. Había prometido nunca volver a celebrar su santo.
Tristemente, su madre falleció en 2001 y dejó a Julio con dolor y remordimiento. A los meses, llamó a todos sus conocidos y, con bombos y platillos, anunció que estaban invitados a su fiesta de cumpleaños. Ahora sí lo quería celebrar. “Mamá hubiese querido”, me cuenta mientras asiente lentamente la cabeza con un gesto entrañable.
Vigencia del toque
—¿Para qué viniste hacia mí?– me cuestiona Julio.
—Bueno, para hacerle esta entrevista en la que…
—No, no. ¿Pero por qué yo?– interrumpe con curiosidad desbordante.
—Sin duda, una persona con esa trayectoria merece ser expuesta…— intento responder.
Rulli me asegura que se siente más vigente que nunca. “Tú has venido a entrevistarme. ¿Cómo voy a sentirme retirado? Por eso te pregunté por qué me viniste a buscar. Todos pasamos de moda, pero no me muero por eso. Aunque sea seguimos haciendo bulla”, concluye extendiendo los brazos.
Saliendo de su departamento, Julio me despide con un saludo fraterno. Poco antes había interceptado una duda mía mucho antes de siquiera formularla. “Te voy a responder algo que no me has preguntado. ¿Por qué no me casé?”.
Resulta que Julio siempre había tenido el prejuicio de no saber realmente si sus enamoradas estaban con él solo por su popularidad.
—El problema es que yo empecé muy chiquillo en esto, cuando cantaba en la televisión. Las chicas en el vacacional salían del colegio cercano para tocar la puerta de mi casa— confiesa entre risas —Pero me seguían porque era un chico popular—.
Mientras aquella inseguridad se apoderaba de él, reflexionaba en lo adocenado de la vida. Tal vez, ese proceso de nacer, crecer, casarse, reproducirse y morir estaba generalizado por la fuerza. Entonces, ¿por qué él debía hacer lo mismo?
Rulli estaba tan inmerso en la música y en su cosmovisión que cuando se dio cuenta, según él, ya se le había pasado el tren de las seis. Sin embargo, no se arrepiente de nada. “Vivo en el hoy, con miras en el futuro y pienso en el pasado con cierta nostalgia en algunas cosas. ¡Pero qué idiotez! ¿Quién me quita lo bailado?”.
Alejándome más de su departamento, volteo para verlo por última vez. Julio cerraba su reja para luego regresar a su sala. Tal vez algunos podrían llegar a verlo como un hombre solitario; lo cierto es que durante estas cuatro horas me demostró que está muy bien acompañado de sus pasiones, sus verdaderos amores. Ahí dentro, en su oficina, su corazón vibra entre deliciosos versos y cautivadoras imágenes.
Allá abajo, en el frontis del primer piso, algunos de los tordos cantores me observan detenidamente. Sus cantos, que en un principio me gustaban, ahora me suenan algo monótonos uno tras otro. Una intervención del maestro Rulli Rendo les caería muy bien. Tal vez, solo tal vez, podrían formar un buen coro polifónico con su ayuda.