Volar en parapente es para muchos una locura. Sin embargo, esta actividad se ha convertido en parte de la identidad de diversas playas del país. Así, ansiosos por nuevas experiencias, visitamos Lurín para experimentar lo que se siente recorrer Lima desde el cielo.
Por: Nicolás Izquierdo Ybazeta
Sosegado en el asiento de cuero, Carlos, quien hasta hace unos años surcaba los cielos de los principales puntos de vuelo del país como piloto profesional y hoy por cuestión de edad cumple el rol de anfitrión, culminó con los últimos ajustes dentro del motor. Trago saliva y mis dedos se mueven sin dirección fija. En cuanto a mis labios, tiemblan como quien tiembla en un día helado. Al contrario, el sol sobre la playa resplandecía de tal manera que mis ojos achinados clavaron la vista gorda hacia mis piernas. Ahí, mientras el motor rugía, Carlos me ató su preciada cámara GoPro a la cadera para grabar el viaje y en mi mente se repitió todo lo vivido previo a ese momento.
Recorrer una montaña rusa por primera vez, celebrar frente al rival en un partido de fútbol o llegar ebrio a casa después de una fiesta y ser recibido por tu padre. Existe una gran variedad de situaciones en la vida de un joven donde a pesar de sentirse en peligro, sonríe de manera natural. A continuación, una de esas situaciones donde el temor y los nervios se transfiguran y conciben un nuevo sentimiento basado en la ilusión. ¿Están listos para la inigualable experiencia de ver Lima desde el cielo?
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Los parapentes emprendieron vuelo por primera vez a principios de los años 60. En aquel entonces su función era la de paracaídas integrados en cápsulas espaciales de la NASA. Posteriormente, aquel formidable invento del científico David Parrish dejaría los laboratorios norteamericanos para caer en manos de valientes paracaidistas, quienes después de ciertas modificaciones hicieron de él un fenómeno mundial. Hoy por hoy el desplazamiento en parapente con y sin motor es considerado una cultura en las costas concurridas y su presencia adorna con colores llamativos el inmenso cielo azul.
Cuando se me ocurrió la idea de ascender al cielo automáticamente me imaginé en la Costa Verde. Los grandes cerros, el viento apropiado y aquellas utópicas vistas Miraflorinas eran sin duda características favorables para incursionar en ese mundo… O al menos así era. Ya imaginarán el escalofrío que sentí cuando me enteré de que en febrero del presente año el Ministerio de Turismo suspendió el vuelo sin licencia de parapente con motor en Miraflores, como respuesta a un accidente fatal en la playa Marbella. Sin embargo, a pesar del miedo momentáneo, mis ganas de volar se interpusieron.
-¿Y si no es aquí, donde?– pregunte.
La aventura comenzó en la fría carretera Panamericana en camino al circuito de playas de Lurín. Ahí, en la vía del malecón San Pedro, me encontraría con Carlos, empleado de una empresa conocida como Cóndor Xtreme. El proceso de inscripción es simple: pagas 180 soles para volar en compañía de uno de los dos pilotos disponibles y una vez hayas pagado, el miembro más joven de la empresa anotará tu nombre y tu correo en su libreta. Si llegas temprano, entre las 8:30 y las 10 de la mañana, podrás gozar del primer turno y si eres como yo y llegas en la tarde, puedes esperar en la arena mientras observas a quienes llegaron antes que tu perderse entre las nubes.
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¿Sabían que el primer campeonato mundial de parapente fue en Austria durante 1989? Yo tampoco, no obstante, aquel vehículo parecía ser el único tema de conversación entre las personas que esperaban su turno para volar. Cabe resaltar que en mi ignorancia siempre creí que ser parapentista era una actividad independiente y solitaria, en cambio, mientras esperaba mi turno, Carlos me comentó acerca de la Asociación Peruana de Vuelo Libre. Un sindicato de pilotos licenciados, quienes no solo brindan clases y consejos entre sí, sino que también participan en eventos deportivos en Perú y en toda Latinoamérica. Como tu grupo de amigos que montan bicicleta los domingos… Pero mejor.
“Nicolás, te toca”, dijo Carlos, mientras que junto a otro empleado ajusta el asiento del parapente. De repente volvemos al principio: Sosegado en el asiento de cuero, Carlos culminó con los últimos… Ya saben. La cámara de Carlos, amarrada a mi cintura, iba a grabar el viaje del trayecto, el cual más adelante mandaría a mi correo. “¿Listo?”, preguntó a lo que respondí instintivamente que sí, con una seguridad la cual se desmoronó poco después. La verdadera aventura estaba a punto de empezar.
Ubicado y asegurado en el asiento, Carlos me dispuso de un casco, un pulgar arriba y un breve intercambio de palabras para la cámara.
- ¿Nombre?
- Nicolás
- Disfruta tu vuelo, Nicolás
Inmediatamente, el motor de la hélice sonó más fuerte y el vehículo avanzó en línea recta a una velocidad endiablada en dirección al mar. La colisión del viento en mi cara hizo que mis ojos se cerraran y una breve risa del piloto disipó momentáneamente todos mis temores. Ahí, un grito de júbilo surgió de lo más profundo de mí ser y al abrir los ojos, ya no había piso, estábamos volando.
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Un parapente en óptimas condiciones puede llegar a distancias entre los 3500 y 4000 metros de altura, no obstante, una vez dejamos la orilla me sentí en el punto más alto del mundo. El viaje sería de 15 minutos y atravesaría 5 playas diferentes. Debido a la adrenalina, los latidos acelerados de mi corazón se hicieron cada vez más fuertes y aquellas mariposas oriundas de mi estómago dieron origen a una sonrisa nerviosa. Algo así fueron los primeros minutos, ya que por más que uno al escribir enaltece su valor, creo yo que es ineludible no sentir miedo cuando los edificios se convierten en hormigas.
Durante el trayecto sentí una mezcla entre felicidad, escalofríos y un entumecimiento general en las extremidades, a pesar de ello no deje de observar lo que sucedía en tierra. Parejas en la playa mirando hacia arriba, cuyos hijos yacían en la arena sucumbida por el cansancio en su intento por perseguir al parapente, eran una constante divertida. Además, el ser capaz de observar a los jugadores de Universitario de Deportes entrenando en Campo Mar y el interminable océano en constante movimiento hicieron que me sienta como un dron en pleno vuelo.
Una vez llegado al final del circuito de playas, el parapentista logró dar la vuelta en un eficaz uso de los frenos y el mando de gas y se dirigió al punto de partida. Fue ahí, en la regresión de la ruta, que recordé la presencia de la cámara. Sosteniendo la vara metálica amarrada a mi cintura, la empecé a mover en diferentes direcciones. Emocionado, noté como poco a poco la distancia que nos separaba del suelo era menor hasta que eventualmente aterrizamos sanos y salvos.
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Viajar en parapente es una experiencia que todos deberían experimentar al menos una vez. El viento en la cara, los paisajes aledaños y la adrenalina del momento hacen de volar un recuerdo extraordinario. Después de agradecerle a Carlos y al equipo de Cóndor Xtreme me di el gusto de comer un ceviche en uno de los restaurantes de la zona mientras veía a los pilotos continuar con su jornada laboral.
Esa noche, momentos antes de acostarme, me llegó una notificación a mi correo electrónico con el video de la cámara. Déjenme decirles que muy pocas veces me he visto sonreír como lo hice en el parapente. Y si no me crees, te reto a intentarlo, a ver Lima desde el cielo. Con el viento en la cara y el corazón en la mano.