A vísperas del bicentenario y aún inmersos en una profunda crisis sociopolítica, el politólogo y catedrático nos brinda una mirada reveladora sobre los pilares fundamentales de la ciudadanía peruana y sus puntos en común con sociedades similares.
A estas alturas del periodo postelectoral, la rivalidad extrema y los discursos de odio cada vez menos solapados han dejado de ser novedad en el Perú. A las incesantes acusaciones de fraude en estos días se le ha sumado una última novedad: el pedido – aparentemente infructuoso – a la OEA para gestionar una auditoría internacional al proceso de segunda vuelta. ¿El objetivo? Anular más de 800 actas que, según Fuerza Popular y sus allegados, presentan irregularidades. Para Alberto Vergara Paniagua, politólogo y docente universitario, todo este escenario constituye “una serie de tácticas dilatorias que han sido respaldadas, principalmente, por las clases dominantes limeñas (…) con el propósito de deslegitimar las elecciones y crear una atmósfera de temor e incertidumbre”. Así lo explicó en el ensayo compartido con Steven Levitsky que realizó para el New York Times el pasado 23 de junio, y así también lo viene diciendo en los diferentes medios y espacios en los que contribuye con un análisis profundo sobre la crisis social. En esta oportunidad, Vergara conversó con Nexos para brindar una visión más amplia sobre aquella problemática que no es exclusiva del Perú, pero cuyas bases están tan ancladas a nuestra sociedad que dificultan, o por lo menos retrasan indefinidamente, el inicio de una recuperación ciudadana.
- El concepto de la democracia ha sido excesivamente manoseado estas últimas semanas, ¿qué significado le dan hoy los peruanos?
Los peruanos le dan varios significados al término democracia. Para algunos es una palabra con un contenido social; para otros, un conjunto de reglas para elegir presidentes. En el contexto más reciente, un bando ha buscado capturar la palabra con una utilización antojadiza y de mala fe del término. Pero, en realidad, en las últimas semanas ya ni siquiera se usa la coartada de la defensa de la democracia. Keiko Fujimori, en varias conferencias de prensa, ha dicho que ya no es un asunto de defender los votos o la democracia, es un asunto de lucha contra el comunismo. Y aún más manoseado que [el término] democracia, es el término comunismo. El Perú es el exótico, paradójico, extraño caso del país donde habría comunismo sin comunistas. ¿Alguien realmente cree que el votante de Castillo es un leninista convencido y doctrinario? No. Es una persona que seguramente hace 5 años votó por Keiko y hace un año era vizcarrista. Y ahora de pronto habría una ideologización masiva. No tiene ningún sentido. Es un delirio tratar de analizar la política peruana desde conceptos ideológicos que no sirven para nada más que para asustar, para meter miedo.
- En esa línea de error de conceptos, se ha asumido que ser comunista es sinónimo de ser un delincuente…
Hay que distinguir entre quien difunde esto y quien lo consume. Los primeros saben que no hay ningún comunismo en la gente. Acá es pertinente citar a [Ernesto] Laclau, que sostenía que el populismo es un significante vacío. Igual ha operado aquí el concepto de comunismo. Puro significante sin significado. Y el significado no se llena con la definición del diccionario de Oxford, sino con miedos. Entonces el significante vacío ‘comunista’ termina significando, para los pitucos limeños, el miedo a toda la gente de la sierra, del pueblo. Para otros puede ser la expropiación de sus ahorros, o la vuelta a las bombas. Cada quién le da un significado extraído de sus peores temores.
- Se trata de un fenómeno que se repite en todo el mundo. ¿Es inevitable o inherente en el ser humano?
Alemania era la sociedad más culta de toda Europa en los años ‘30. Martha Nussbaum dice en alguna parte: “la educación no te salva de los peores males, pero su ausencia los asegura”. Entonces creo que sí, de hecho, el racismo, clasismo, es una pedagogía. Nadie nace siendo racista. Todo eso se aprende, se mama, se respira. Entonces, sí es un problema de educación, pero no del colegio, pues este no puede hacer nada contra lo que aprendes en casa. Finalmente, somos hijos de la socialización. El desprecio de la clase alta por el Perú es algo que se aprende. Una pedagogía del desdén y el sentimiento de superioridad.
- En una reciente columna para el New York Times (Tiempos recios en Perú) mencionas que, a mediados de abril, el discurso de los electores de Keiko Fujimori era ‘voto por ella porque no me queda de otra’, pero hacia fines de mayo el discurso cambió a un ‘es la abanderada de la libertad y la democracia’. ¿Olvidaron sus valores? ¿Dónde queda su credibilidad?
Es que ahí hay dos elementos. Uno es que la campaña pasó a estar dominada por el miedo. Y una vez que te convences de que el rival te quiere exterminar, ya no es un rival político, es un enemigo vital. La democracia, las leyes, todo eso deja de importar, porque el otro te puede quitar todo lo que quieres, todo por lo que has trabajado. ¿Quién va a ser tan bobo de ponerse a pensar en procedimientos legales cuando está en riesgo tu vida?
- Por eso es imposible llegar a consensos…
Hace unos días Mirko Lauer decía en su columna: “el hecho de que todo el mundo haya saltado encima de Sagasti porque llamó a los dos candidatos a tranquilizar un poco la situación revela que el Perú es un país que no quiere réferis”.
- ¿Por eso el discurso de mano dura es tan efectivo?
Por una parte, sí. Acá no quieren réferis, no quieren ley. En el Perú, cuando la gente dice que quiere autoridad, no se refiere a que haya el ‘enforcement’ de la ley. Se refiere a que haya un individuo que genere orden. Y por eso es que es tan lógico no poder negociar, no tener puntos medios, ver al otro como el enemigo. Es perfectamente lógico saltar a reclamar que se desaparezcan 200 mil votos. Porque son 200 mil votos de los enemigos. Incluso si hay votos para Keiko Fujimori en esos 200 mil, no los quieren, porque ya conceptualizaron a esa zona del país como territorio y población enemiga. Hacer política de esa manera es sumamente peligroso.
- ¿La nueva derecha puede crecer por cuenta propia sin Keiko Fujimori?
En un ámbito limeño, pueden sacar 14 o 18 o tal vez 20%. Pero fuera de Lima no van a tener ninguna posibilidad de éxito. Lo importante es entender por qué se hacen visibles estos grupos de extrema derecha en ciertas coyunturas. Y lo que encuentras es la pedagogía del racismo. Si tú has sido educado y has interiorizado que, efectivamente, hay grupos de personas superiores y otros grupos inferiores, cuando alguien que supuestamente pertenece al segundo está en una posición por encima de la tuya lo vives con amargura y frustración. Las sociedades botan este vómito negro cuando el orden supuestamente natural y enseñado desde la cuna se pone de cabeza. Pero no es un fenómeno exclusivamente peruano. Trump no se explica sin un presidente afroamericano previo. Es, para una parte del electorado de EEUU, inaceptable; y esto despierta furia porque el supuesto orden natural de las cosas se ha alterado hasta ese punto. Y así explota.
- ¿Es de ahí que surgen estos nuevos movimientos supremacistas, de derecha radical?
Para muchos, el mundo debe tener a hombres blancos y heterosexuales al mando, y una agenda que trata de alterar eso los agrede. Puede que no hayan teorizado el asunto, pero están en lo correcto de sentirse agredidos. Y del otro lado la reacción reaccionaria derechista también enciende la indignación. Porque las desigualdades se vuelven más intolerables cuando las sociedades se están haciendo más iguales. Son las viejas ideas de Tocqueville, por cierto. Lo mismo pasó en Brasil, cuando le hacen el impeachment a Dilma y entra a la presidencia Temer, ¿qué es lo primero que hace? Se toma una foto con su nuevo gabinete de todos hombres blancos. Se acabaron los gabinetes que tuvieran negros, mujeres, gays. Más importante que las políticas que fueran a implementar en ese gobierno era esa foto restauradora para decirle a una parte del electorado brasileño: “las cosas vuelven a ser como tienen que ser”.
- De ahí también surge esta molestia contra la clase alta que no apoya la derecha, para ellos es inconcebible.
Esa es de las partes que me ha parecido más interesante de la campaña estos días. Que el odio fundamental es al caviar, que es un blanco traidor, al que además le va bien en la vida. El odio no es al poblador de Chumbivilcas al que le quieren anular los votos. René Gastelumendi señala en una columna que en estas semanas lo calificaron como ‘traidor de clase’. Sin embargo, yo creo que se equivoca, lo acusan de traidor de etnia.
- ¿Esta división es irreparable?
No lo sé, la verdad. Creo que las cosas pueden volver a la calma chicha peruana y olvidarnos nuevamente de esto; ya habrá un gol de Lapadula y volveremos a creer que todos somos iguales. Pero pienso que lo que se ha visto en estas semanas va a flotar como una nube negra sobre el país por mucho tiempo.
- En una entrevista brindada para El Comercio a fines del 2020 te haces la pregunta de ‘¿cómo transformar la ciudadanía de circunstancia en una ciudadanía permanente?’. ¿Había algo de esperanza en ese momento?
En realidad, esa era una pregunta sin ningún atisbo de optimismo. A Marco Sifuentes, para su libro Bicentenarios, le dije que no había chance de que esa ciudadanía de ocasión se convierta en una ciudadanía permanente. Nosotros no nos parecemos a Chile, donde hay líderes políticos y donde hay una Mon Laferte y una sociedad civil organizada y políticos capaces de pactar y decidir salir de un estallido social. Eso no hay en el Perú. Somos más como Guatemala, donde la gente, de tiempo en tiempo, entra en una indignación furiosa, sale a la calle, logra eventualmente revertir una ley o tirar un presidente afuera, pero luego los siguen gobernando los de siempre y como siempre.
- Eso último me recuerda a aquella frase de Antonio Gramsci que dice: “cuando lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer”. ¿Estamos en un momento así?
Puede ser. Cuando prendes el televisor y ves a Greta Thunberg en un canal, y luego pasas al siguiente y está Rey con Barba y Tudela, ahí está pues, el moribundo y el naciente. Solo que en un tiempo más globalizado que el que Gramsci vio. Pero acá lo ves también: hay un grupo social que se resiste a no ser el dueño de la pelota.
- Y los jóvenes creemos, quizás ingenuamente, que podemos cambiar las cosas. Que podemos mejorar el futuro…
Bueno, algo sí cambia. Lo equivocado es creer que uno va a cambiar las cosas de raíz. Eso no va a ocurrir. No hay nunca un momento que marca un antes y un después. Hay que entender que cada generación agrega lo que puede, es un proceso acumulativo. Pero en sociedades altamente desiguales, como las latinoamericanas, este proceso acumulativo y gradual se hace demasiado lento. Este no es un problema peruano. La esposa de Piñera, el presidente chileno, se refirió al estallido social como una invasión de alienígenas. Y agregó: “al parecer vamos a tener que renunciar a algunos de nuestros privilegios”. Esa es una frase que podría ir a cada una de las plazas de América Latina. Un continente fundado sobre la segregación, la desigualdad. En Colombia, Chile, Bolivia hemos visto lo mismo. Y tenemos ese estrato social que, en última instancia, se revela contra la igualdad política. Podemos ser iguales el día de la votación mientras eso no ponga en peligro la desigualdad de todos los días. Y además lo que hay que entender es que, en las sociedades segregadas, la construcción mental de la segregación también es compartida por partes de las clases medias y bajas.